Bueno para comer

“No hay amor más sincero que el que sentimos hacia la comida”.  George Bernard Shaw

Podemos considerar a la cultura como un mecanismo social adaptativo, que se va construyendo en respuesta a las necesidades de la supervivencia. El otro gran mecanismo adaptativo en los humanos, son los instintos. Los instintos actúan como fuerzas adquiridas plasmadas en los genes que representan la estrategia de éxito en la permanente lucha por esa supervivencia. Un mecanismo individual pero que funciona en la trascendencia. El software y el hardware de nuestra especie.

Por razón de la convergencia e interdependencia entre ambos mecanismos, los instintos son a su vez generadores de cultura y aquí radica la conexión fundamental entre procesos evolutivos biológicos y adaptativos culturales, necesidad y respuesta, individuos y sociedad.

A lo largo de la historia de la humanidad la forma en que sus grupos se han organizado para cubrir sus necesidades -y especialmente la obtención de alimento– ha determinado el modo de producción, el desarrollo de la tecnología y el funcionamiento de sus sociedades.

Como ha mencionado alguna vez la cocinera catalana y española con más estrellas Michelin,  Carme Ruscalleda; “La historia de la gastronomía es la historia del mundo”.

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De un modo bastante directo, una gran ciudad moderna o una gran infraestructura, un desfile militar, una red hospitalaria o un teatro de la ópera, por extraño que pueda parecer, son manifestaciones de como el ser humano ha ido resolviendo el problema de la subsistencia a través de la creación de un  estructura física y de relaciones para aprovecharse del medio y los recursos disponibles y poder extraer y canalizar la energía suficiente para transmitir la existencia de una generación a otra.

La supervivencia de todo ser vivo es una cuestión de apropiación de la energía del medio y su consecuente utilización y conservación. Esta apropiación y este uso es básicamente lo que llamamos alimentación (1).  Comer puede ser un placer, pero satisfacer el hambre es una auténtica necesidad. Como reflejo de su necesidad, lo relacionado con la comida viene a ser uno de los más importantes campos de desarrollo cultural.

Como todo fenómeno cultural, la alimentación no vive en los supermercados, en las granjas, en los restaurantes o en las despensas de las casas sino que por encima de todo vive y se desarrolla en la mente de las personas.

La fuerza cultural de la comida responde a un mecanismo de interacción con la realidad y de un proceso elaborativo, de generaciones o personas, que selecciona aquellas cosas que merecen ser consideradas efectivamente comestibles -no matan ni son nocivas- y provechosas -su ingesta produce un efecto nutricional apreciable.

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Provechosas en un doble sentido inducido: en el de su utilización personal positiva y también en un sentido económico -y ecológico- donde la obtención de alimento permite un sistema productivo autosostenido, que satisface a un colectivo de individuos y genera plusvalías o, al menos, el suficiente excedente para su mantenimiento en el tiempo.

Dos ámbitos, el personal y el social, son los que concretan la adecuación de los alimentos a la dieta de las personas, que es una consecuencia de la cultura predominante de la sociedad en la que «se come». Es dieta comestible lo que cada cultura particular enseña que debe comerse y no comerse pero lo es también -y por motivo causal- aquello que la sociedad «produce» como alimento.

Alimento que el sistema productivo dominante produce e integra con los recursos disponibles y el medio ambiente condicionante. Casi un enfoque emic y etic que refleja en el plano cultural una cuestión clave y determinante: qué cosas son buenas para comer y cuales no.

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Marvin Harris (1927-2001)

En asuntos de alimentación y cultura es obligada la mención del antropólogo Marvin Harris, que se hizo relativamente conocido por el gran público gracias a popularizar una explicación materialista de los procesos por los que, en una cultura determinada, algunos alimentos son preferidos y habituales y otros son considerados alimentos despreciados o prohibidos.

Con anterioridad ya repasamos en este blog uno de los casos más llamativos de interrelación cultural en Caníbales y Reyes (1977), donde además Harris explicaba uno de los tabúes alimentarios más marcados de las sociedades humanas. Más conocidos aún son los asuntos tratados en un libro anterior: Vacas, cerdos, guerras y brujas (1974), donde se desvelan las razones culturales con raíces ecológicas y económicas de diferentes tabués alimentarios muy conocidos (la vaca en la India, el cerdo en Oriente Medio) disfrazados bajo la forma de principios religiosos.

Bueno para comer: enigmas de alimentación y cultura (2), editado por primera vez en 1985, es el libro que recoge las tesis que Harris había ya planteado en obras anteriores acerca de los grandes tabués alimentarios, dándoles un esquema general. Para Harris queda claro que la razón por la que el ser humano difiere su dieta según la sociedad en la que vive se debe a influencias del medioambiente y los recursos disponibles de esas sociedad y del consiguiente proceso productivo que ha sido regulado y reflejado por la cultura de esa sociedad determinada.

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Los seres humanos, como la mayoría de los primates, somos animales omnívoros. Este destacado grupo de seres vivos, entre los que podemos citar a los cerdos, a las ratas o a las cucarachas, entre otros muchos, se caracteriza por poder alimentarse de un amplio espectro de alimentos, que recorren los viejos reinos de la biología: animales, plantas, hongos y minerales.

En efecto, en una misma comida tipo del mundo occidental -por ejemplo- es habitual degustar carne de ternera, cordero, pollo o cerdo con guarnición vegetal (patatas, lechuga, tomates…), cereales molidos y horneados (pan), algo de proteína de ave (huevo, mayonesa), hongos (champiñones, levadura del pan, algunos quesos), minerales (sal, bicarbonato, nitratos conservantes) o frutos  secos (sésamo, nueces, café).

Y otros complementos tales como azúcar cristalizada de remolacha o caña, glucosa de maíz, edulcorantes artificiales, cebada fermentada con agua y alcohol -cerveza- zumo de uva fermentado -vino- y agua con mayor o menor contenido de sales minerales y microorganismos o bien una bebida carbonatada compuesta de diferentes sustancias colorantes y saborizantes artificiales. Y todo esto en una sencilla «comida rápida».

Somos omnívoros pero en realidad es fácil comprobar que no comemos de todo. De hecho, del posible espectro de alimentos a nuestra disposición, nuestra dieta incorpora solo un reducido -en proporción- número de los que podríamos utilizar con aprovechamiento y placer. Hay algunos nutrientes para los que la evolución no nos ha preparado, como la celulosa; pero hay otros que, resultando perfectamente aprovechables y saludables, los rechazamos ¿Por qué?

Por ejemplo el caballo, incluso llamándolo potro, es tabú alimenticio en Norteamérica, pero ha sido un plato selecto y recomendado para personas enfermas y convalecientes en buena parte de la vieja Europa, donde -a pesar de la homogeneización global- en muchos países todavía existen establecimientos especializados en la venta de este tipo de proteína alimentaria.

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Los insectos parecen despertar una repulsión -falsamente- innata y resulta casi imposible que sean considerados un alimento en Europa y América, pero gozan de diferente consideración en algunos países de Asia y África, donde es una proteína popular, barata y de alta calidad. De hecho, es fácil constatar el gran parecido entre algunos insectos y algunos de los más selectos y bien preciados mariscos, pero es una identificación que preferimos olvidar casi tan pronto como nos surge en la mente.

Una ostra, una langosta o el caviar son alimentos considerados exquisitos y, en razón a su escasez y demanda, de precio elevado pero a pocos en occidente se les ocurre desear con la misma intensidad -y pagar el mismo precio- por una larva de escarabajo, un saltamontes o una hamburguesa de mosquitos. Algo parecido ocurre con los caracoles, que se consumen en Francia, España o Italia con el mismo placer que repulsión despiertan en la Europa del este o el mundo anglosajón.

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Muchos arroces del mediterráneo incluyen los caracoles como elemento característico, entre ellos la verdadera paella valenciana. Aquí, arroz caldoso de conejo y caracoles.

Pese a todo ello, sin embargo, los insectos se apuntan cada vez más como una alternativa alimentaria que viene: la entomofagia. Un insecto tipo, como puede ser un saltamontes, tiene un tercio de las calorías de la carne de vacuno y para el mismo peso de alimento, aporta más proteínas, menos grasa y muchos más minerales y vitaminas (3).

Y casi lo más importante desde el punto de vista de su producción y sostenibilidad: a diferencia de la carne de mamífero, ave o pescado, la cría de insectos para la alimentación no necesita agua y apenas genera emisión de CO2. Por esto la FAO, Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura dispone de un programa de «Insectos Comestibles» ya que entiende que la opción entomofágica es algo muy serio y que va a haber que tener necesariamente en cuenta (4).

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Los comportamientos acerca de la dieta no están dictados por la biología o la genética, ni mucho menos. Todos sabemos que de pequeños los niños sanos se lo llevan todo a la boca -como buenos omnívoros curiosos- y es la educación y la socialización lo que va produciendo la adopción de hábitos y costumbres concretas. Es cultura por tanto y no otro condicionante físico. A menudo, la intolerancia metabólica hacia determinados alimentos se considera una enfermedad, demostrando que la cultura con frecuencia tiene más peso en la actividad humana que la capacidad directora de sus genes (4).

Las preferencias personales son singularidades adquiridas y en la mayoría de los casos implantadas en el paso de la infancia a la edad adulta a través del ejemplo y la repetición. Hacia la adolescencia un ser humano habrá adquirido ya su propio y peculiar esquema de atracción o repulsión hacia el abanico de los alimentos a su alcance. Los que le resulten atractivos primarán sobre los que no y los que no hayan sido considerados ni siquiera aparecerán en la mente como alimentos.

En una inolvidable escena de la película «Indiana Jones y el templo maldito«, sucede un banquete en el que van apareciendo todo tipo de platos exóticos imaginados por los guionistas con el objetivo de transmitir el enorme abismo cultural entre un remoto -y ficticio- reino de la India y el gusto normalmente extendido en la cultura occidental. Incluidos la sopa y el postre.

 

Esta anécdota -fácil de experimentar sobre el propio espectador- evidencia como las personas interpretan aquello que comen, o mejor dicho, aquello que ven correcto comer, de acuerdo a un patrón cultural. Y es por tanto la cultura, tanto más que el paladar, lo que determina algo tan fundamental y básico para la supervivencia como es la alimentación. No en vano, somos lo que comemos y esto es cierto en todos los sentidos, empezando por el biológico y siguiendo -por esto mismo- por el cultural.

 

En resumen, las causas determinantes que explican por qué una sociedad tiene una dieta determinada diferente de otra, se explica porque:

  • Hay disponibilidad de ciertas materias primas comestibles debido a causas geográficas y ambientales.
  • El sistema productivo suministra determinados alimentos gracias a un desarrollo tecnológico determinado.
  • El sistema económico de esa sociedad ha establecido una serie de beneficios o pérdidas en función del coste y el resultado de producir unos alimentos u otros.
  • La estructura cultural dominante determina  lo que tiene cabida dentro de la «mentalidad colectiva».
  • Las reglas sociales establecen determinadas pautas culturales que se transmiten por educación y socialización.

 

 

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Si han seguido el curso del artículo hasta aquí, entenderán perfectamente que lo que se quiere decir es que una causa material lleva a otra inmaterial y así hasta el origen, como el hilo de Ariadna. Este flujo evolutivo significa que determinados memes culturales se van incrustando en el cuerpo principal pero que, a diferencia y similitud con la evolución biológica, son posibles también mutaciones repentinas en la composición de alimentos de la dieta.

Estas mutaciones se explican por cambios en alguno de los elementos explicativos de la lista de arriba, con más fuerza cuanto más arriba aparecen en ella. Resulta difícil de visualizar que hace solo 5 siglos, en Europa no existían muchos de los alimentos que hoy en día forman parte de los platos cotidianos.

No se conocían el tomate, la patata o el pimiento, por ejemplo. Ni tampoco alimentos tan «nuestros» como el chocolate o el maíz. Fuera de los puertos y zonas costeras apenas había disponibilidad de pescado o marisco y solo llegaban tierra adentro los que podían ser conservados en sal. De las especies comerciales conocidas, pocas parecerían familiares a ojos de un habitante de aquella época. La misma extrañeza que ocasionaría a una persona de hace más de un siglo la existencia y disponibilidad de bebidas carbonatadas artificiales que hoy parecen, en especial en determinados círculos, como la única bebida posible, en especial en un entorno social.

En definitiva, la razón por la que comemos lo que comemos y por qué consideramos que determinados alimentos son buenos y otros no, se basa en razones materiales que con la evolución de la sociedad de referencia han ido incorporándose a la cultura dominante de esa sociedad.

Porcofobia y porcofilia. La cultura fija y proyecta las condiciones materiales de la dieta. Detalle de «El jardín de las delicias» de Hieronymus Bosch.

Siempre es posible que bajo el esquema general, existan y evolucionen ciertas culturas locales, grupales o familiares -incluso individuales, en un sentido próximo a la excentricidad- que difieran más o menos del esquema general, pero normalmente se tratará de variantes clinales y perfectamente explicables, debido a causas comerciales, migratorias, sociales o psicológicas.

Toda esta reflexión tiene unas consecuencias tremendamente prácticas -y de necesaria consideración- en ámbitos de la política, la acción social, la economía productiva o el marketing. Quienes comercializan productos alimentarios conocen mejor que nadie que el comportamiento de los consumidores responde a una serie de patrones culturales constantes de largo y corto recorrido.

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Los patrones de largo recorrido se corresponden con los alimentos «de toda la vida», expresión que oculta en realidad adopciones dietéticas que se produjeron en un momento histórico dado, quizás no tan lejano como parece. Platos tan universales y clásicos como la pizza, la hamburguesa o la paella, parecen provenir del origen de los tiempos, pero no es así.

La pizza, por ejemplo, tiene dos ingredientes básicos: el tomate, que no llegó a Europa hasta finales del siglo XVI y la mozarella o queso de búfala, introducido quizás por tribus godas en el siglo VI o VII;  por no hablar de la harina de trigo que a pesar de parecer haber compartido siempre la cocina de la humanidad, vivió al margen de la evolución de la especie hasta bastante después del neolítico y asociado solamente a los grandes imperios hidráhulicos de oriente medio (6).

Pero el plato moderno de pizza que conocemos, muy extendido en los pueblos del Mediterráneo con muchos nombres y variaciones, proviene en realidad del impacto que sobre una sociedad pujante y una economía explosiva como la norteamericana de los siglos XIX y XX, tuvo un importante contingente migratorio de origen italiano. Similar historia la ocurrida con la hamburguesa (que tratamos en parte aquí) una preparación básica -casi natural- originaria de pueblos ganaderos del centro de Eurasia e integrante de numerosos platos de carne europeos. La hamburguesa fue catapultada desde Norteamérica como arquetipo de la comida rápida, barata y universal, la junk food y las redes mundiales de franquicias para la alimentación, asociada a una cultura también global.

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Los alimentos de patrón de corto recorrido están más sujetos a movimientos en el corto plazo, a modificaciones de costumbres provenientes de cambios sociales y económicos muy recientes. Ya que los últimos 50 años han supuesto unas transformaciones sociales y culturales enormes, la importancia de este tipo de alimentos ha ido también en aumento. Son cambios globales no achacables a cambios culturales erráticos sino que obedecen a cambios importantes en los procesos productivos de elaboración de alimentos y que van dirigidos a poblaciones cada vez mayores y con pautas culturales y de comportamiento muy diferentes a las de hace 50 o 100 años.

Se abandonan alimentos tradicionales, normalmente relacionados con productos de ámbito local que no requerían de conservación especial -legumbres, cereales, hortalizas, fiambres, salazones- y que requerían una elaboración más o menos compleja por alimentos preparados -no importa el rincón del mundo del que provengan- sujetos a producciones en masa y adscritos a una marca, a una expresión publicitaria y a una adopción social estratificada, por edad, clase o proyección social. Se hace hincapié en donde y cómo se come y no tanto lo que se come, aunque la publicidad lo disfrace.

En cualquier caso lo que determina el consumo responde a las reglas vistas arriba y su fijación como norma cultural está más en relación con la facilidad de producción -y adquisición- y el valor simbólico que aporta el hecho de haber sido una respuesta efectiva al problema de la supervivencia. Aunque esta respuesta tenga tan pocos años de adopción que nos parezca más una moda artificial que una necesidad real.

¿Y qué hay más necesario y real que la comida?

 «Primero va el comer, luego va la moral.»    Bertolt Brecht

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(1) En sentido estricto, la obtención de energía del medio debería incluir elementos más cruciales que la propia alimentación, como son el aire respirable, el agua y unas condiciones de temperatura y clima adecuados, aspectos todos ellos que requieren de una mayor inmediatez en términos temporales y que por eso mismo no consideraremos como alimento sino como condiciones de base para la vida.

(2) Marvin Harris. Bueno para comer: enigmas de alimentación y cultura (1985, 1a. edición en español: 1989). Ver también Food and Evolution: Towards a Theory of Human Food Habits. Philadelphia: Temple University Press. 1987.

(3) Quien quiera ver como es un criadero doméstico de insectos para alimentación y algunas formas de cocinarlos, puede visitar esta curiosa website de la diseñadora austríaca Katharina Unger.

(4) Insects for food and feed. FAO.
Sobre el mismo tema, puede consultarse esta noticia aparecida en el diario EL PAIS.

(5) La intolerancia al gluten y a la lactosa marcan además un registro que permite seguir una línea evolutiva humana desde la prehistoria. La intolerancia a la lactosa de los adultos, por ejemplo, es la norma en el conjunto de la población humana siendo lo contrario una excepcionalidad que corresponde a poblaciones cuyos antepesados habitaron durante miles de años en zonas septentrionales de Eurasia, con piel clara y tradición ganadera. Estas características unidas manifiestan una adaptación biológica para apropiarse del calcio y las proteínas y vitaminas de la leche que no se experimentó en otras poblaciones de otras regiones del mundo, que disponían de más horas de sol y otras fuentes alimenticias suficientes. Cuando algunas de las culturas derivadas de esta, como los EEUU de mediados del siglo XX, remitían a países del tercer mundo leche en polvo a través de programas de ayuda, se descubrió que tras una serie de diarreas y trastornos asociados, algo que ya se intuía desde antaño: que solo la población adulta de piel blanca y origen indoeuropeo era capaz de sintetizar la lactosa. Pueden consultarse referencias a este asunto en las obras de Marvin Harris citadas en el texto.

(6) Los grandes grupos de civilizaciones prístinas se asocian con diferentes cereales: el trigo para Egipto y Oriente Medio, el arroz para China y Asia y el maíz para las civilizaciones americanas. Hubo más cereales decisivos a nivel  local, como es el caso del sorgo, la cebada, la avena el mijo o el centeno, pero no adquirieron las importancia de los tres grandes, que hasta épocas muy recientes no se expandieron significativamente fuera de sus zonas representativas.

Pero ¿alguien sabe realmente lo que come en una hamburguesa?

«No existe plato desdeñado en la cocina cuando se realiza
de una manera auténtica».    Miguel de cervantes.

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Hace unos meses, con motivo del escándalo por la presencia de carne de caballo en determinados productos de alimentación en Europa, saltó de nuevo a los medios y a la opinión pública la preocupación por la calidad y autenticidad de lo que comemos y por los alimentos que ponen a nuestra alcance las grandes cadenas de producción y distribución. Alimentos que son denominados «productos» como cualquier otra mercancía que se fabrica en un entorno industrial, se vende y se compra. En la mayoría de los casos estos productos son percibidos cada vez más como artificiales y extraños, lejos de esa visión mitológica sobre el pasado en que todo era próximo, sano y natural.

Al igual que en otras tragedias y escándalos anteriores, como la crisis del aceite de colza desnaturalizado de 1981 en España, la crisis de las vacas locas de 1996 en el Reino Unido o la contaminación de brotes de soja -que no pepinos- en Alemania en 2011, fue revelador descubrir que el rastro de los alimentos no es tan sencillo de seguir ni tan fácil de asegurar que los controles sanitarios funcionan.

Hay que destacar en este caso reciente que no hubo riesgo sanitario alguno, pero que los análisis genéticos demostraron procedencia de carne «exótica», comestible pero no recogida en el etiquetado y no reconocida por tanto por el distribuidor, que en todos los casos ha alegado desconocer tal circunstancia. Hasta ahora no era posible realizar este tipo de controles pero intuyo que serán norma con el tiempo y por tanto es previsible que se vayan descubriendo en el futuro más sorpresas en nuestros alimentos habituales, siempre que estos controles se realicen con independencia y transparencia.

En medio de esta polémica ha aparecido un dato que, pese a ser recogido en las noticias, no ha producido mucho impacto ni ha merecido mucho comentario. La composición de la mayoría de las hamburguesas, albóndigas o platos preparados que incluyen carne y que que se distribuyen de manera industrial, recoge -cada una de ellas- carne proveniente de… hasta 10.000 animales distintos. El dato (1) no está contrastado plenamente pero parece un cálculo aproximado bastante acertado.

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No solemos pensar en este tipo de cosas pero está claro que las grandes productoras de carne preparada no fabrican una hamburguesa de un animal y luego siguen con otro sino que generan enormes cantidades de carne preparada que se convertirá finalmente en hamburguesas o en el preparado de una boloñesa. De este modo es posible que un trozo de carne picada sobre su plato de pasta provenga en realidad de un número ingente de animales individuales.

No parece tan preocupante el hecho de que la carne de caballo se incorpore a la cadena de consumo, de hecho es una proteína de alta calidad, equiparable a la del vacuno pero con menos grasa, que en muchos países se come habitualmente y hasta es recomendada para personas convalecientes o que sufren anemia.

El dato que debería ser realmente escandaloso, preocupante… desde luego que da que pensar y mucho, es que en una hamburguesa haya trozos de cientos o miles de animales diferentes, de especies también diferentes, que pueden provenir a su vez de centenares de rebaños también distintos y de multitud de lugares distantes y remotos.

Nadie o casi nadie que ingiera una hamburguesa o un kebab (2) es consciente de estar comiendo trozos de tal enormidad de animales individuales distintos y, sin embargo, conocer la noticia no parece preocuparnos tanto como el hecho de que alguno de esos miles de animales fuera un potro, nombre sugerente con el que se quiere difundir el consumo de carne de caballo.

Se argumentará que pueden encontrarse muchos otros alimentos, cada vez con más frecuencia, que también están construidos por este procedimiento masivo, como por ejemplo el surimi o la leche -que pueden proceder de miles de animales marinos y de vacas respectivamente- el vino, las leches vegetales, los refrescos, las infusiones o el pan de cualquier cereal, que proceden de miles de plantas diferentes y a menudo de zonas muy alejadas entre sí.

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Aunque todos ellos compartan un tipo de fabricación compleja y sujeta a debate, por razones éticas y medioambientales la carne implica un salto cualitativo. El problema de comer tantos animales en un solo bocado no es solo moral (intentaré no entrar al debate sobre el vegetarianismo) ni de colaboración necesaria en esta especie de apocalípsis cárnico a gran escala que establece este sistema de fabricación. El problema principal puede ser de salud y se llama contaminación por microorganismos.

Cuanto más próximo es el vínculo filogenético entre el animal y el ser humano, mayor es la probabilidad de que diferentes patógenos, hongos, bacterias o virus puedan afectarnos e incluso combinarse con otros o mediante mutación generar nuevas variedades más peligrosas. Las contaminaciones habituales por Escherichia Coli, provenientes de las heces y el sistema digestivo de los vacunos, se añade a las diferentes patologías del cerdo muy similares a las de los humanos y llegan incluso a contaminar partidas de vegetales a través de agua del riego.

Efectos nocivos son también causados por otros agentes como los priones en el caso de la encefalopatía espongiforme de vacunos y ovinos o los diferentes virus de gripe aviar, a las que se responsabiliza del origen de las diferentes epidemias de gripe humanas. Como último ejemplo, el VIH se supone que existía en algunas especies de simios y que, a causa del consumo de su carne, saltó al hombre.

Este sistema de producción masiva de carne, impulsado por una alta competitividad y unos precios cada vez más bajos, tiende a favorecer la cantidad sobre la calidad, por una elemental cuestión de economía de escala. Sabido es también que una mayor densidad de la población de cualquier animal favorece la aparición y propagación de enfermedades infecciosas y por tanto el sistema de aprovisionamiento cárnico es en sí mismo una amenaza a controlar especialmente.

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La probabilidad de que la parte comestible de un animal sano contenga algún trozo de carne contaminada, simplemente con sus propias heces, se multiplica exponencialmente cuando se añaden otros animales que incorporan su propia probabilidad de contaminación. Así, la probabilidad total Pc(n) = x^n, siendo x la probabilidad de contaminación de un animal promedio individual y n el número de animales que concurren en un trozo de hamburguesa.

Todo este ejemplo demuestra que a la gente, de manera inconsciente y automática, le preocupa la identificación simbólica o cultural de un alimento mucho más que sus implicaciones éticas o que incluso el peligro de ingerir alimentos contaminados, toda vez que ese peligro, sea por problemas de contaminación o por exceso de calorías, una vez salta a los titulares de periódicos o primeros minutos de los noticiarios, se convierten en alarma social: no por la razón, sino por el pánico irracional inducido.

Las personas interpretan aquello que comen, o mejor dicho, aquello que ven correcto comer, de acuerdo a un patrón cultural. Y es por tanto la cultura, tanto o más que el paladar, lo que determina algo tan fundamental y básico para la supervivencia como es la alimentación. No en vano somos lo que comemos y esto es cierto en todos los sentidos, no solo en el biológico sino también -y por eso mismo- en el cultural. (3)

Las hamburguesas son un símbolo de la cultura contemporánea a nivel global y no solo de la cultura norteamericana, que se ha apropiado de ello con bastante éxito. Hay quien piensa que la aparición y la difusión de la hamburguesa proviene de una moda o extensión cultural, que se propaga por razones de imitación, de dominación ideológica o de «crisis de valores»: esa crisis inexistente que parece existir desde antes del neolítico y que suele soportar innumerables acusaciones interesadas. Pero la hamburguesa no es consecuencia de una idea o de una cultura, aunque como todo en la vida social de los humanos, viva dentro de ella.

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La realidad es que las hamburguesas responden a una necesidad y a unas ventajas tanto desde el lado de la oferta como de la demanda. Para los fabricantes, la hamburguesa uniformiza un tipo de producción que reduce los costes, facilita la provisión de materia prima, simplifica los gustos del consumidor e incrementa las ventas. Permite utilizar trozos de carne que si no se picaran serían complicados de rentabilizar y facilita su utilización por parte de establecimientos que sirven comida, que normalmente se asocian con la denominación fast food (comida rápida).

Desde el punto de vista del consumidor la hamburguesa es un alimento fácil de cocinar y consumir y junto con los hot dogs (con quien comparte el símbolo más destacado de la junk food, la comida basura), proporciona proteínas y grasa a un coste no muy elevado. Gracias a sus componentes y flexibilidad en su preparación, ahorra tiempo en la cocina y en su consumo. Al estar picada y especiada y mezclada con grasa y partes blandas, la hamburguesa intensifica su sabor y se vuelve esponjosa, lo que le aporta un textura más agradable que un filete estándar, más natural pero normalmente más duro y menos atractivo para el paladar. Gracias a su corte y tratamiento, hamburguesas y salchichas permiten una mejor conservación, lo que les aporta una ventaja adicional para su almacenamiento y consumo.

La hamburguesa tiene por tanto ventajas materiales concretas que explican su éxito y difusión. Sus orígenes así lo corroboran. No nació en las grandes praderas del medio oeste norteamericano como a veces se piensa, sin reparar que su nombre denota un origen claramente europeo.

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La carne picada con forma de hamburguesa se consumía ya en la Roma imperial y era relativamente habitual en el viejo continente desde el Atlántico hasta China. Los mongoles troceaban la carne dura de sus caballos y la maceraban entre el lomo de su montura y el jinete lo que producía una ligera fermentación que la predigería y facilitaba y mejoraba el consumo, que solía ser en crudo.

Eso explica buena parte del éxito del aprovisionamiento logístico de la caballería militar mongola, que conquistó de manera fulgurante el centro de Asia, la India, Irán, el oriente medio y Rusia durante siglos gracias a su movilidad y aseguramiento de suministros: sus futuras «hamburguesas» de potro eran también su eficaz medio de transporte, que se alimentaba de la hierba de las estepas y que no requería de fuego -hay poca leña en Asia central- para su preparación. Esta costumbre es el origen del famoso steak tartare, carne picada, macerada y muy especiada que se consume en crudo.

La hamburguesa no solo muestra el nombre de la famosa ciudad alemana sino que también proviene y comparte la evolución de muchos de los platos de carne del mundo árabe -desde los pinchos o brochetas a la kefta (kufta, kofta o köfte)- y de la comida mediterránea y europea, donde adopta la forma de albóndigas, «pelotas de carne», salchichas o filetes rusos, estos últimos íntimamente relacionados nuevamente con la influencia mongola -y tártara- del pasado.

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Un perfecto «steak tartare»

En todos estos casos existe una transmisión cultural y si nos quedamos con la historia de los párrafos anteriores podríamos pensar que la hamburguesa es solo una idea, una construcción meramente cultural que se ha propagado como un virus por el aire. Pero no es así y nos engañaríamos si pensáramos que las ideas existen en un mundo de ideas paralelo a la realidad: realidad solo hay una. Como cualquier otra invención tecnológica, puede transmitirse pero lo que determina su uso y expansión, la difusión de todas estas preparaciones de carne tan similares se debe a que existen condiciones materiales concretas también similares:

  • Necesidad de alimentarse.
  • Existencia de fuentes de proteínas animales.
  • Posibilidad de su aprovechamiento.
  • Facilidad en su consumo.

En el actual mundo tecnificado y de producción en masa, el viejo invento de consumir carne picada y aderezada adopta el mismo perfil masivo que la producción de otros alimentos. Y aunque ahora somos capaces de seguir el rastro genético de un pequeño trozo de materia con ADN, también utilizamos una concentración innumerable de animales para satisfacer las necesidades de leche o carne de una población cada vez mayor.

Antes avanzábamos los multiplicados riesgos sanitarios derivados de esto. No se pueden dejar de citar otros peligros ocasionados por un sistema que, además de poner en riesgo nuestra salud, condiciona peligrosamente el medio ambiente al concentrar especies, justificar aventuradas modificaciones genéticas o condicionar el espacio natural y el resto de especies de animales y plantas por las crecientes necesidades de producción masiva para el consumo.

«Algo hay que comer…» o «Si miráramos lo que llevan las cosas no comeríamos nada«. Estas frases, que no dudo habrá escuchado muchas veces tras comentar tal o cual componente extraño o el riesgo de ingerir un alimento determinado, solo revelan la trascendental importancia que el comer tiene para las personas y como, obedeciendo a esa importancia y necesidad, sacrificamos nuestra seguridad sanitaria inmediata y la seguridad medioambiental futura con tal de llenarnos el estómago.

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En la conocida distopía que narra la película Soylent Green dirigida por Richard Fleischer (en España, «Cuando el futuro nos alcance» 1973) la humanidad de un hipotético futuro se debate por la supervivencia en un planeta superpoblado con un sistema de aprovisionamiento de alimentos totalmente superado. En una Nueva York con 40 millones de habitantes, con una pequeña élite privilegiada al margen de las masas y con las calles atestadas, las personas sobreviven con las raciones de comida que proporciona la empresa Soylent, que acaba de sacar a la venta su nuevo producto, el «Soylent green«, que según la publicidad es un compuesto a base de algas.

La trama irá desvelando finalmente que los productos de Soylent son un procesado alimentario que obtiene su materia prima de todo tipo de desechos incluyendo, especialmente, cadáveres humanos. Soylent green sucede en un supuesto y ahora cada vez más cercano 2022.

La ficción de Soylent green, como la mayoría de distopías literarias, refleja de manera simbólica algunos temores arquetípicos: la pesadilla malthusiana, el horror a la masa anónima y controlada -como «Metrópolis» o «Un mundo feliz»- y la decadencia de un estado que se diluye en un crecimiento desbocado y lleno de miseria, sobre la tenue frontera entre civilización y barbarie. Ficción que, como toda buena ficción, sirve a la reflexión.

La fantasía que acabamos de ver, aparte de algún detalle escabroso, podría no ser tan ficticia en el futuro, porque la fabricación de carne en laboratorio se ha convertido ya en una realidad. Justamente el pasado agosto se anunció en Londres con bastante resonancia mediática (4) la primera hamburguesa de carne producida mediante técnicas de recreación por células madre, llevado a cabo en la universidad de Maastrich. Carne y músculos sin animales, sólo con células. Algo a medio camino entre la agricultura y la ciencia ficción.

En resumen, hemos visto como uno de los alimentos más simbólicos y representativos de la sociedad contemporánea, basada en la carne picada, tiene diferentes niveles de comprensión que van desde el plano puramente nutricional al microbiológico y del industrial y mercantil al cultural.

Y como en función de la importancia que la comida tiene para las personas se han creado formas e improntas culturales que determinan por un lado la forma en que se produce -desde la era de la caza a la de la ganadería y de ésta a la ganadería intensiva y masiva- y por otro lado la forma en que se consume. Y como eso representa la forma en que se organiza la sociedad y su aparato productivo así como las formas y hábitos que las personas adoptan de manera automática, normalmente por educación y socialización, formas que no responden a una idea o una moda sino a un mecanismo de necesidad y adaptación.

Por eso es un tema que retomaremos con frecuencia.

Como consumidores y como productores, tenemos una doble responsabilidad. Como consumidores, la obligación de informarnos y la de exigir la adecuada calidad de los alimentos que ingerimos porque dichos alimentos se han de convertir en nuestro propio organismo y en la energía necesaria para nuestra vida. Y vigilar y exigir que las consecuencias de ese consumo no requieran de un sistema de fabricación que destruya el medio natural o ponga en peligro nuestro futuro y el de las generaciones por venir.

Y como proveedores, tanto si somos fabricantes directos como si nos dedicamos a planificar la estrategia empresarial o el marketing alimentario o la distribución, la responsabilidad de ser conscientes de las consecuencias que nuestra actividad puede tener y de la política activa de la empresa hacia los consumidores, clientes y presuntos, para la sociedad, para el medio ambiente y en definitiva para la continuidad de nuestra propia empresa.

Uno de los campos donde más claramente se evidencia la necesidad de ética empresarial, más allá del cumplimiento de la ley y del respeto a la verdad de lo que de produce y se vende, es el compromiso con el futuro colectivo y con el objetivo irrenunciable de construir un mundo mejor.

Eso es Marketing del bueno, con mayúsculas. Pleno de sentido común, de ética y de justificación.

«Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas, un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.» (5)

Poeta en Nueva York (1930) – Federico García Lorca

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(1) Fast food nation, del libro de Eric Schlosser, llevado al cine (2006) por Richard Linklater.

Pueden verse otros dos ejemplos en:  Fast food factory  en BBC worldservice.com  o   Wich is worse to find in your burger? del blog Consumerist

(2) Aunque culturalmente parezca algo distinto, en la práctica la mecánica es la misma. Una sola fábrica de kebabs en Elche (España) «procesa cada día 4.000 kilos de pollo ya amasado, unos 400 pinchos de 10 kilos que se mandan a los restaurantes y asadores». El Mundo 2013/97/01.

(3) Tendremos ocasión de repasar esto de un modo más completo con un artículo sobre los tabúes alimentarios y la obra de Marvin Harris.

(4) Presentación de la primera hamburguesa de carne fabricada en laboratorio (Fuente RTVE)

(5) Poeta en Nueva York (poema completo)