La precaria clase media

Existe la creencia generalizada de que la clase media está en peligro. Se piensa que la crisis la ha empobrecido y mermado sus filas, lo que lleva a un peligroso adelgazamiento del fulcro de la estabilidad económica y política de la sociedad. Pero ¿de qué hablamos cuando decimos «clase media»?

Permítanme que aclare las cosas desde el principio. La clase media no existe y en realidad no ha existido nunca. La media es una posición central estadística, por frecuencia u ordenación, en la distribución de una muestra. Tiene un valor aritmético exacto y sirve para conocer muchas cosas, pero no para entender la sociedad: un pollo quemado por un lado y crudo por el otro, de media, está en su punto.

En el pasado existían tres estamentos: la nobleza, el clero y los representantes de las ciudades, los burgueses. Esto venía de antiguo y el esquema de estas tres clases se puede reconocer con toda claridad en las piezas del ajedrez. La agregación del cuarto estado, el pueblo -los peones- más el injusto desequilibrio social del antiguo régimen, dió origen a una era turbulenta de revoluciones y a la eclosión del estado liberal moderno que hoy defendemos en occidente.

 

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Una clase social no es la posición que se ocupa en una lista ordenada de ingresos, sino que responde al papel que un colectivo con características e intereses comunes tiene en la sociedad. Especialmente el rol relacionado con la posesión de los bienes y las relaciones sociales establecidas según la manera de ganarse la vida. Quién es el armador de un barco, quién su capitán y quién friega la cubierta, si me admiten esta simple pero explicativa figura retórica.

A lo largo de la historia y en función de los recursos disponibles y del estado de la tecnología de cada época, el modo de producción ha determinado lo que se producía, cómo se producía y sobre todo, cómo se repartía lo producido.

Los modos de producción anteriores al s.XIX, eran básicamente agrícolas y extractivos, con una clara distinción entre propietarios y no propietarios, con la adición de la nobleza, el clero, comerciantes y artesanos. La revolución industrial trajo las fábricas y la clase obrera y se multiplicaron otros empleos de servicios que componían el complejo social de la época que era ya casi la nuestra.

 

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Marx definió la lucha de clases como el motor de la historia, pero este motor fue sustituido a mitad del siglo XX en Europa por otro más moderno y eficiente que evitaba el conflicto y beneficiaba a todos. El mecanismo de este nuevo sistema se basaba en que la clase trabajadora tomara una parte más grande del pastel y así aumentara su capacidad de comprar cosas. Para satisfacer esta demanda, la producción de las empresas creció y por tanto sus  beneficios e inversiones, lo que generó un círculo virtuoso de prosperidad: los que compraban eran más y con mayor capacidad de compra y los que vendían, generaban mayor volumen de negocio y más beneficios.

En el reino del producto-consumo, el mago blanco Keynes resultó vencedor y la economía floreció al tiempo que los cambios en la tecnología y el comercio proporcionaban mayores incrementos de riqueza para todos. Un espejismo que hizo creer a los asalariados que no eran la parte inferior de la sociedad. No eran ricos ni pobres, tenían coche e hipoteca, eran clase media.

Pero la crisis, como todas las crisis, vino a revelar la verdad y esa era que el emperador no iba vestido. En la era postindustrial y digital, la base de todo volvía a ser la misma vieja cuestión de quién decidía cómo cazar el mamut y, sobre todo, cómo repartirlo. En forma de impuestos y deducciones, preferentes o recortes.

 

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La víctima de la crisis financiera causada por la especulación financiera fue la economía productiva y el modelo de crecimiento virtuoso se puso patas arriba. Y el statu quo inventó palabras para disimular el conflicto social que regresa: autoempleo en vez de paro, economía colaborativa por economía sumergida, oportunidades en el exterior y no emigración forzosa.

Quizás es el momento de dejar de hablar de una clase media que nunca existió y de ser conscientes de la clase social más amplia: el precariado. Esa a la que pertenecen, entre otros, los desempleados, los jóvenes contratados por horas, los autónomos a la fuerza o los asalariados en permanente estado de amenaza laboral.

 

*** Dibujos del genial dibujante, humorista y sabio  Joaquín Salvador Lavado Tejón «QUINO».

 

 

Extracto del artículo publicado en el número de febrero de 2016 de la revista PLAZA.

Más contenidos sobre clases sociales en el artículo ¿Clases sociales? En Gran Bretaña han encontrado 7, en este mismo blog.

El contrapoder

“Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria” (Tercera Ley de Newton)

 

John Kenneth Galbraith (1908-2006) fue un destacado economista y divulgador que concentró su atención en las consecuencias sociales de la política económica y cómo la puesta en práctica de esa política repercute en la vida de las personas. Bien conocido por sus libros y presencia mediática, sus ideas siguen de algún modo de actualidad a través de Joseph Stiglitz o Paul Krugman.

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De espíritu crítico y didáctico, profesor en Harvard desde 1949 y colaborador de las administraciones demócratas desde Roosevelt hasta Clinton. Sus obras más famosas describieron el capitalismo americano de la segunda mitad del siglo XX, donde advirtió de la amenaza del “complejo militar industrial”.

Su obra más conocida, “El crack del 29”, analiza con un estilo lúcido e irónico las circunstancias de la gran depresión. Iconoclasta contra el pensamiento económico conservador que respalda al poder financiero, sus reflexiones nunca resultaron indiferentes. Como comentó en referencia al sistema financiero: «El proceso mediante el cual los bancos crean dinero, es tan simple, que la mente lo rechaza». Su última obra es un testamento clarividente: “La economía del fraude inocente“.

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La tesis central de Galbraith es que el sistema económico es incapaz de recrear las condiciones ideales con las que los economistas habían descrito el funcionamiento teórico de la economía y la asignación óptima de recursos. La teoría falla en la práctica como consecuencia de la existencia de poderes económicos con capacidad de decidir las propias condiciones del mercado. El oligopolio, cuando no el monopolio, es la norma, no la excepción.

Pero donde arrecia el peligro, crece lo que nos salva“, dice el conocido verso del poeta Hölderlin. Así el profesor Galbraith describió como, dentro del propio capitalismo maduro, de corporaciones globales, se desarrollan también poderes compensadores; como un principio activo de acción y reacción a escala social. Los individuos perjudicados o excluidos adquieren conciencia de ese perjuicio, de esa desigualdad que les afecta negativamente y se agrupan.

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Este es básicamente el núcleo del gran concepto que Galbraith legó al pensamiento económico y social: el poder compensador. La clave de la democracia y de una sociedad económicamente avanzada. Asociaciones sindicales, de empresarios, de consumidores o usuarios, de pequeños comercios, de artesanos, de defensores del medio ambiente, de pensionistas, de afectados…

También el estado y las administraciones son un poder compensador efectivo cuando son instrumento al servicio de los ciudadanos en garantía y defensa de las libertades individuales y la justicia social. El papel del estado no es el de mayordomo o capataz de los grandes poderes económicos sino que, en una sociedad desarrollada y democrática, debería hacer verdad aquello de “el poder del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” y dirigir sus instituciones para cumplir con estos principios.

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La idea del poder compensador aparece en otra escala social y económica, no en vano incorpora una evidente carga cultural y antropológica. Galbraith insistió en la necesidad de que se favorezca a las agrupaciones de emprendedores económicos y sociales. Asociaciones que configuran una red de protección ante los abusos de un poder económico asimétrico.

En el ámbito interno de las empresas y del marketing, el poder compensador es también una necesidad y una oportunidad de negocio. En la era de internet la fuerza de los compradores es incontestable, una realidad donde los prescriptores prosperan y los consumidores comparan precios y condiciones y acceden libremente a información sobre productos y marcas. El cliente consciente tiene un enorme poder comercial y los vendedores que pretendan obviar ese poder tendrán problemas.

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Y por supuesto, un poder compensador por excelencia, el cuarto poder: unos medios de comunicación libres e independientes, capaces de garantizar que los ciudadanos y el sistema en su conjunto puedan aspirar a buscar su equilibrio.

 

“Amar y proteger a las personas y al pueblo, hacer reinar la justicia y velar porque los grandes no opriman a los pequeños.”      Testamento de Jaume I, rey de Aragón (1208-1276)

 

Extracto del artículo publicado en la revista PLAZA del mes de octubre de 2015.

Puede consultar en este enlace un artículo extendido sobre este mismo tema: «El poder compensador«.

 

El poder compensador

Actioni contrariam semper et æqualem esse reactionem
«Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria»

Tercera Ley de Newton

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Interpretación realista de la obra «Drawing hands» de M.C. Escher, por Shane Willis.

Hace años, en una compañía multinacional muy importante, tuve ocasión de experimentar de primera mano como funcionaba una gran organización en el cuerpo a cuerpo diario. Hablamos de una empresa de gran dimensión, con presencia en todo el mundo y cientos de miles de empleados, con multitud de departamentos y funciones y un amplísimo catálogo de productos y servicios tan enrevesados que nadie podía seriamente conocerlos todos. Una empresa de esas que ahora parecen estar lejos y en ningún sitio.

En un entorno de esta complejidad, la delegación de responsabilidades y el trabajo por objetivos no era solo una estrategia de gestión sino una necesidad de supervivencia de la organización. A sabiendas de que controlarlo todo de manera jerárquica resultaba económicamente inviable e imposible de llevar a cabo, en la práctica, la empresa había establecido una serie de escalones de responsabilidad ejecutiva que conectaba perfectamente con la filosofía de la empresa de exigencia profesional y compromiso personal.

Lo que al principio me parecía una utopía puesta en marcha, pronto desveló la realidad de la vida. En contra de una intuición ingenua acerca del trabajo en grupo en pro del objetivo común -el incremento de la cuenta de resultados de la empresa- el verdadero orden que regía la organización no parecía obedecer a un objetivo común, sino que la estructura del conjunto era justamente la pluralidad y la disparidad de objetivos.

El ecosistema interno de la empresa se percibía muy similar al que se podía ver en los documentales de vida natural de la televisión. Había depredadores, depredados, carroñeros, vegetarianos, aves, mamíferos, reptiles e insectos, todos ellos dentro del mismo territorio y habitat. Un mecanismo de equilibrio a base de conflictos parecía regular el conjunto, que en ocasiones conocía algún incidente de  especial virulencia e intensidad.

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Con ocasión de un diálogo cercano con uno de los más altos directivos de la compañía, se comentó el problema que suponía luchar con una estructura interna tan llena de obstáculos como de contradicciones y de cómo un trabajo coordinado podría dar mejores frutos que la manifestación permanente del conflicto entre departamentos y funciones. Al margen del desgaste personal que esa lucha contínua ocasionaba.

El directivo dijo estar al tanto de este funcionamiento basado en el conflicto. Es más, declaró que era algo planificado y le atribuyó, sorprendentemente, el éxito de la compañía ya que, según su punto de vista, los profesionales y los departamentos se controlaban unos a otros persiguiendo objetivos a menudo contradictorios para algunos pero complementarios para el todo. Exactamente igual que la vida y el medio natural en los documentales antes referidos.

A mí personalmente, una declaración tan próxima a la mano invisible de Adam Smith me causó cierta extrañeza, pues no suponía que pudiera encontrarse dentro de las paredes de la empresa. Claro que alguien podría preguntarse que si la asignación óptima de recursos descrita por Smith funcionaba a nivel del conjunto de la economía, ¿por qué no iba a hacerlo dentro de una organización suficientemente grande como para recrear un pequeño sistema económico en sí mismo?

En cualquier caso, la similitud entre ambos espacios era discutible. Por su propia esencia el ecosistema interno carecía de la necesaria «libertad de empresa» y  la libertad individual en el trabajo de la empresa estaba lógicamente condicionada. Existía una estructura de áreas de negocio y funcionales marcada por la dirección worldwide que caía desde los headquarters hasta la oficina más pequeña de un país de la periferia. La información estaba centralizada, al igual que la producción y distribución de productos, su diseño, las condiciones contractuales, los objetivos, los laboratorios, la política de personal, la formación, el marketing.

Por tanto, el mecanismo de resolución de los conflictos parecía estar también diseñada dentro de la estrategia general y no era fruto de la libre concurrencia. La competencia entre departamentos o personas se basaba en aspectos coyunturales o locales y tenía además un limitante estratégico importante: los ingresos de cada unidad de negocio y eventualmente sus beneficios y los del conjunto de la compañía. Lo que eran objetivos contradictorios en realidad obedecían a una necesidad de control delegado. La cifras de forecast revenue venían fijadas desde los cuarteles generales. No se trabajaba por el óptimo del conjunto más allá de la implantación de determinados controles. La mano invisible era en realidad la de un jugador sobre un joystick.

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Como decía el comandante de submarino Frank Ramsey -papel interpretado por Gene Hackman- en la película de 1995 «Crimson tide» («Marea Roja» ):  «estamos aquí para preservar la democracia, no para practicarla«. O lo que es lo mismo, la libertad individual, la libre empresa, la iniciativa, la responsabilidad, la mano invisible… todo eso está muy bien, pero como principio teórico y a una escala determinada que nunca es un buque de guerra. Ni tampoco una división de marketing o una compañía entera, por muy grande que pudiera ser.

El idílico y presunto equilibrio de fuerzas en conflicto que describía el directivo de antes era en cierto sentido mucho más candoroso, o mucho más falso, que mi ingenuidad inicial transformada en franqueza de hierro en las palabras del capitán Ramsey. Y una pista más aportada por el peculiar capitán: el poder compensador que aporta el necesario equilibrio no está dentro de la organización, sino que es externo.

Poder compensador es un concepto interesante que definió en los años 50 del siglo XX el economista estadounidense de origen canadiense John Kenneth Galbraith (1908-2009).

John Kenneth Galbraith

Galbraith fue un pensador y divulgador destacado en el ámbito de la economía que en vez de preocuparse por la teoría, el análisis matemático o el estadístico, concentra su atención por las consecuencias sociales de la política económica y cómo la puesta en práctica de esa política y la actividad del conjunto de los agentes económicos se vive por parte de las personas. De espíritu crítico y didáctico -fue además profesor en Harvard desde 1949- trabajó con las administraciones demócratas desde Roosevelt hasta Clinton.

Sus obras han alcanzado bastante difusión, habiendo sido uno de los economistas más conocidos por el público en general. Sus publicaciones principales fueron  El capitalismo americano (1952) donde describe la preponderancia económica del complejo militar- industrial de EEUU y acuña el concepto del poder compensador, La sociedad opulenta (1958), donde continúa desvelando el conflicto entre un creciente sector privado y un sector público en permanente acoso y sobre todo El nuevo estado industrial (1967) donde pasa revista a la actividad de las grandes corporaciones y el control sobre los mercados.

Como obra especialmente conocida destaca también «El crack del 29» (1954) que describe, utilizando a veces un irresistible estilo humorístico, los acontecimientos, causas y efectos del hundimiento de Wall Street de 1929 y de la consecuente gran depresión en Estados Unidos. Iconoclasta longevo contra el pensamiento económico conservador anclado en teorías que respaldan al poder financiero, su estilo irónico y abierto nunca ha resultado indiferente. Algunas de sus frases lo definen: «El estudio del tema del dinero, por encima de otros campos económicos, es el tema en el cual la complejidad se utiliza para disfrazar la verdad o para evadirla, en vez de revelarla» o «Para manipular eficazmente a la gente es necesario hacer creer a todos que nadie les manipula».

Galbraith, que vivió hasta los 97 años, tuvo una actividad fecunda y variada, desde la Oficina de Control de Precios para la administración norteamericana, al asesoramiento estratégico para el presidente al final de la segunda guerra mundial. Fue embajador en la India a comienzos de los años 60, al margen de su dedicación como profesor en Harvard y como editor de la revista Fortune. Además de sus numerosos libros, Galbraith rodó una serie de divulgación económica para la BBC que se llamó como uno de sus obras: «La era de la incertidumbre« (1977) . Su última obra, publicada en 2004, es un ejemplo de clarividencia: «La economía del fraude inocente«.

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La tesis central de Galbraith es que el sistema económico es incapaz de recrear las condiciones teóricas ideales que los economistas clásicos y neoclásicos habían utilizado para describir el funcionamiento de la economía y las leyes del equilibrio y la asignación óptima de recursos. Lo que funciona en la teoría resulta de imposible aplicación como consecuencia del desarrollo de poderes económicos decisivos, en el sentido de poder decidir las propias condiciones del mercado. Como comentó en referencia al sistema financiero: «El proceso mediante el cual los bancos crean dinero, es tan simple, que la mente lo rechaza».

Su aproximación crítica de los abusos del capitalismo y su visión sociológica recuerda en buena medida la concepción y el análisis de Thorstein Veblen (que ya vimos en un reciente artículo) pero el objetivo preferido de su estudio son justamente las grandes corporaciones, como la manifestación más evidente y poderosa de un capitalismo moderno establecido sobre una economía de base industrial. Ello no es óbice para que se reflejen en esta estructura el poder estrictamente financiero, que vive de y por esta sociedad industrial y que quedan reflejados tantos en sus reflexiones sobre la depresión del 29 como a cuenta de los escándalos financieros de los años 80 y principios de los 90, que recoge en una obra tan breve como recomendable: Breve historia de la euforia financiera (1994) .

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«Pero donde arrecia el peligro, crece lo que nos salva«, dice un conocido verso del poeta alemán Friederich Hölderlin. Así el profesor Galbraith describe como, dentro del propio capitalismo maduro, de grandes corporaciones que cubren el  mundo entero, se desarrollan también poderes compensadores, como un principio activo de acción y reacción, de yin y yang a escala social y económica. Agentes de grupos sociales perjudicados o excluidos adquieren conciencia de esa desigualdad, de ese desequilibrio que les afecta negativamente y se asocian.

Esas asociaciones pueden ser sindicales pero también de consumidores o usuarios, de colectivos de afectados, de pequeñas y medianas empresas , de pequeños comercios o de artesanos, de grupos defensores del medio ambiente, de pensionistas,de comunidades marginadas, de minorías étnicas, de estudiantes…

El estado y las administraciones son y pueden ser una forma de  poder compensador efectivo cuando se convierten en el instrumento de grupos que representan un importante respaldo social o la garantía en defensa de las libertades individuales de no importa qué número de ciudadanos.

El papel del estado para Galbraith no es pues el de servir de mayordomo o actuar de capataz de los grandes poderes económicos sino que, en una sociedad desarrollada y democrática, debería hacer verdad aquello de «el poder del pueblo, para el pueblo y por el pueblo» y vehiculizar las instituciones del estado para que sea así y evitar con esa voluntad y esa actuación que el mismo estado se convierta a su vez en un foco de excesivo poder.

Por supuesto que la actitud de ese pueblo no puede ser pasiva ni condicionada, sino activa, vigilante y participativa. Pero ¿no son esas mismas condiciones las que los economistas clásicos asignaban a los agentes económicos de un mercado teórico?

Sí y no. Porque esas condiciones de partida del análisis económico se asignaban bajo las hipótesis -entre otras- de libertad económica y posibilidad de libre iniciativa y concurrencia. Y puesto que el mercado por sí solo tiende al oligopolio y a su propia autolimitación, es preciso, en primera instancia, la existencia de un organismo controlador, de un árbitro que vigile que se dan las circunstancias de competencia. Y porque las variables que rigen la dinámica social son innumerables y los cálculos de la vida social no son tan exactos como una derivada del análisis microeconómico. Bajo esa óptica, no obstante, aparece la figura neblinosa -pero objetiva– del poder compensador del estado.

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¿Es este el único contrapoder en el ámbito de lo económico y lo social? Por supuesto que no.

El poder compensador descrito por Galbraith puede aparecer y realiza su función en otros niveles y escalas de la economía. Él mismo insiste en la necesidad de que existan y se favorezca su vida independiente a sindicatos, agrupaciones empresariales de pequeñas y medianas empresas de carácter sectorial o general o asociaciones de consumidores y usuarios, entre otros muchos. Todas estas agrupaciones configuran una red no necesariamente conectada de defensa de los intereses de quienes pueden sufrir a corto o largo plazo los abusos de un poder económico excesivamente centralizado y hegemónico.

Pero en una dimensión mucho menor podían darse las mismas condiciones -de facto, la necesidad- dentro de estructuras individuales mucho más pequeñas, como el interior de una empresa. Lo mismo que al principio del artículo se describía  la conflictiva vida dentro de una organización como recreación a escala del conflicto a escala social y de los controles recíprocos del conjunto de la economía.

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El desequilibrio en una organización puede hacerla dinámica en determinadas condiciones, pero es una amenaza que pone en peligro la propia organización y esa amenaza -como advierte el poema de Hölderlin- genera su propia fuerza compensadora. Hay poder compensador en la empresa y en la medida que no lo haya la empresa vería amenazada su existencia y su dinámica, porque negar el conflicto y sofocarlo o no afrontarlo, son las recetas seguras para que el conflicto se transforme en desastre.

En el ámbito de las empresas y del marketing, el poder compensador es tanto una oportunidad de negocio (aunque esto suene extraño) como una necesidad estructural para poder equilibrar la actividad de la empresa y el marketing. En la sociedad 2.0 y las X.0 por venir, el poder compensador de los compradores es un hecho incontestable, una realidad donde los prescriptores y las guías de compra están distribuidas entre los consumidores, se buscan, se agrupan y acceden libremente a información de productos de la marca y de otras marcas.

El verdadero controller de la función de marketing siempre ha sido el cliente, solo que ahora parece que es más verdad. Antes la prueba de fuego, la respuesta de los consumidores, se verificaba por la cifra de ventas. La voluntad de los clientes era la palabra decisiva, el juicio definitivo. Hoy en día es posible monitorizar esa respuesta como probabilidad antes incluso de que la compra se realice y cruzar los datos de los consumidores para determinar comportamientos y tendencias a futuro en un amplio rango de variables que componen su cesta de la compra.

La visión institucional del poder compensador sigue siendo perfectamente válida -salvo donde la ceguera ideológica abogue por la reducción de las instituciones a cero- pero vemos que ese contrapoder se manifiesta también a través de pequeñas o grandes agrupaciones privadas, sin ánimo de lucro o con él, que oscilan entre la formalidad institucional y estable -incluso de rancio abolengo- y la informalidad más anárquica, efímera e impredecible.

El desarrollo de tecnologías de información y comunicación que permiten esos agregados (2) ha sido, si no imprescindible, sí desencadenante de la pluralidad de opciones de estas agrupaciones, gracias además a su carácter global y a su inmediatez. Estas mismas tecnologías permiten -o deberían permitir- optimizar los cauces de participación y respuesta ciudadana tanto a través de instancias oficiales como los que surjan en el ámbito de la libertad social.

Las noticias sobre espionaje masivo de internet por parte de las agencias de seguridad, por mucho que se disfracen bajo la capa de una justificada defensa, no son sino la demostración de que internet y las redes son el mundo nuevo, abierto y en expansión en el que se desarrolla a toda velocidad la nueva sociedad del futuro que se hace presente cada día. Con sus amenazas y sus inimaginables posibilidades. Incluida la del poder compensador.

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«Amar y proteger a las personas y al pueblo, hacer reinar la justicia y velar porque los grandes no opriman a los pequeños.» Jaime I, rey de Aragón (1208-1276)

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(1) Libros citado en el artículo de acuerdo a su título original: American Capitalism: The concept of countervailing power, 1952. The Affluent Society, 1958. The New Industrial State, 1967. The Great Crash, 1929. A short history of financial euphoria, 1994. The Economics of Innocent Fraud, 2004. The Age of Uncertainty 1977. 

(2) Como las bandadas de aves que forman espesas nubes que parecen tener forma y vida propia. Estos estorninos agrupados ante el ataque de un halcón hacen que Twitter aparezca como un símbolo de poder compensador con mucho contenido.

¿Conocen los directivos la experiencia de ser clientes de sus empresas?

El sorprendente caso de relacionarse con la empresa NUEZ

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Para qué andarnos con misterios, la respuesta a la pregunta del titular es normalmente un NO rotundo y clamoroso. Tiene que ser así a tenor de las experiencias de usuario que vivimos a diario. Lo sabemos por comentarios de familiares y amigos y lo percibimos directa y personalmente. Es imposible -pensamos racionalmente- que los directivos de las grandes empresas conozcan como son tratados muchos de sus clientes y usuarios y dejen que las cosas sigan así. Es seguro que hay directivos inquietos, insatisfechos, curiosos, críticos, dispuestos a abordar planes de mejora y de cambio, pero parece que deben ser minoría o que quien decide de verdad no considera seriamente dichos planes.

No estoy poniendo en tela de juicio -bueno, sí- un modelo de ejecución de negocio que maltrata a sus clientes, no en un sentido malévolo sino por dejadez o descontrol. Y quien piense que la palabra descontrol es excesiva que pruebe con desorden. Lo preocupante para la empresa que se ve inmersa en este desorden es múltiple:

  • la erosión en su reputación que los hace menos competitivos.
  • el fracaso en la confianza por parte del cliente que hace difícil o imposible cualquier clase de fidelización.
  • el consecuente sobrecoste del marketing empeñado en mantener unida una montaña de arena que cae tan deprisa como se levanta.
  • las pérdidas económicas que tiene para las corporaciones hacer las cosas mal, pues suele ocurrir que se usan más recursos de los necesarios por repetir y profundizar en los errores, recursos que se detraen de las cosas realmente necesarias y productivas.
  • en definitiva, la falta de eficiencia y eficacia que repercute en el valor del accionista y que reduce la productividad de la empresa y del sistema económico en general.

En privado, buena parte de los directivos con los que comentas estas situaciones te reconocen que estas cosas ocurren con cierta frecuencia, puesto que ellos también son personas, con familiares, amistades, conocidos, que les informan aunque sea fugazmente de todo tipo de errores, incomodidades y fiascos protagonizados por la empresa en el trato a sus clientes. Y ellos mismos comprueban cuando se interesan por la relación con el cliente, que a menudo esa relación dista mucho del ideal de atención al cliente que oficialmente la empresa declara o pretende.

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Pero en público, pocos se atreverán a cuestionar la política -y consecuentemente la dirección- de la compañía, especialmente si la partida de pérdidas y ganancias sigue reflejando beneficios ya que, a fin de cuentas, los beneficios son el último -y con frecuencia único- sistema de medida de la eficacia de una empresa. Pero ¿como valorar el beneficio perdido, el valor diferencial de deterioro de las ganancias a consecuencia de una mala gestión?

Salvo organizaciones singulares, la crítica interna contra la empresa corre el riesgo de interpretarse como incorrección o deslealtad, por muy bien intencionada que esta sea. ¿Pero no es más deslealtad el silencio y la inacción?  ¿qué pasa cuando el cliente es accionista?, ¿cómo reacciona el valor mismo de la empresa en el mercado y su reputación cuando los legítimos propietarios de la empresa descubren la discutible calidad de su quehacer diario?

Veamos un ejemplo que creo casi todos reconoceremos como un deja vu. Visto muchas veces en diferentes sectores, en diferentes lugares, en diferentes empresas. El ejemplo se concreta en dos situaciones que intentaré transcribir lo más literalmente posible y al tiempo de manera concisa: interesan los hechos y no los juicios de valor, que quedan para cada cual.

A destacar que las dos ocasiones que vamos a ver se corresponden, además, con dos momentos estelares de la relación de una empresa con un cliente: la contratación y la prestación del servicio contratado.

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