La fe y el populismo

Tener fe significa no querer saber la verdad 
Friedrich Nietzsche

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Los refranes y las frases famosas condensan un conocimiento milenario del que a menudo conviene dudar. Por ejemplo, eso de que “la fe mueve montañas”. La fe, es decir, creer lo que no se puede demostrar y posiblemente no exista.

En realidad Mateo Leví, recaudador de impuestos y luego evangelista conocido como San Mateo, escribió: “si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: pásate de aquí allá y se pasará”.  Claro que cuesta creer que la fe, sin más, es capaz de tal hazaña. Pero hay bastante de verdad en la frase si nos atenemos al simbolismo y no literalmente a lo del monte. Aunque el símbolo, como significante, es razón y no fe.

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Parecía que tras la victoria de la razón hace ya más de dos siglos, la superstición iría desapareciendo como la noche al salir el sol. Nada debería superar el poder de la ciencia, demostrado con el conocimiento de las leyes naturales y el despliegue exponencial de tecnologías que alcanzan y construyen nuestra experiencia cotidiana.

A diferencia de la magia o la religión, que requieren de intermediarios, la tecnología forma parte de la vida y el uso diario de casi todos. El mundo moderno está hecho de invenciones que funcionan y responden a mecanismos predecibles basados en leyes científicas y no a eventuales conjuros de gente con poderes.

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Pero la superstición no desaparece, se transforma y a menudo se expande. La realidad es la que es pero sus interpretaciones no se explican racionalmente sino a través de las creencias personales que, aunque parezcan originales de cada cual, normalmente vienen contagiadas por las de otros.

Así tenemos la fuerza de los creacionistas, el eco de los conspiranoicos o el hecho sorprendente de que, para los poderes públicos, los telebrujos y los videntes no engañan a nadie, o estarían detenidos por estafadores. Y se desarrollan nuevas costumbres, que no dejan de calar hasta resultar creencias irracionales, como ese Halloween secundado en masa por la población, como una especie de carnaval gore global.

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Las creencias antiguas menguan y desaparecen solo para develar que otras nuevas vienen a sustituirlas con redoblada energía e idéntica sinrazón, mientras la verdad científica aguanta como puede en este antiguo e interminable conflicto.

Saber la verdad cuesta esfuerzo porque se basa en buscar y dudar mientras la creencia, en su cómoda y absurda certeza, nos permite aceptar el mundo y nos da estabilidad. La fe actúa como un sedante de la angustia humana como identificó Émile Durkheim, iniciando al tiempo la sociología como disciplina académica.

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Se cree lo que se quiere creer: platillos volantes, el chupacabras o fantasmas. En esa difusa frontera entre deseos y pesadillas, los humanos afloran miedos y esperanzas, mezclando sus instintos con una difusa lógica social. Paradójicamente, los humanos pretenden explicar la realidad a través de lo inexplicable.

La publicidad se apoya en este proceso, donde razonar sirve de poco o es contraproducente. Ya que pensar bloquea el impulso y modera la compra, hay que recurrir al instinto, al deseo o la fe. La razón es utilizada, a lo sumo, para justificarnos.

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La demagogia con marketing apoyada en la fe se llama populismo, un fenómeno antiguo que ahora acompaña al retorno de los brujos. En su acepción más peyorativa el populismo se basa en las creencias disparatadas de sus apoyos: los votos, como las compras, responden a lo irracional, incluso más ya que aquí la conexión con el dinero y lo material no es tan evidente.

El populismo triunfa utilizando los miedos derivados de la crisis, el temor al futuro y todo tipo de agravios y frustraciones individuales. Se prima el sentir sobre el pensar, se fomenta la pasión sobre la razón y se reaviva el machismo, la xenofobia o la entrega alienada a las convicciones más absurdas. Filosofías excluyentes cuyo exponente son ciertos personajes públicos o los políticos populistas que todos tenemos en mente.

Más populistas y detestables cuanto más alejados de nuestras creencias, lógicamente.

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Un extracto de este artículo fue publicado en la revista PLAZA del mes de diciembre de 2016.

 

¿Por qué la gente cree en lo que cree?

¿Cree usted en el monstruo del lago Ness? ¿cree que es posible hablar con los espíritus de personas fallecidas? ¿cree que seres extraterrestres nos visitan e incluso viven entre nosotros desde hace tiempo?

Tanto si usted es una persona crédula dispuesta a no dudar de nada de lo que le cuenten como si es un escéptico convencido, sabe que existen muchas personas que responderían con mayor o menor convencimiento que sí a alguna o a las tres preguntas iniciales de este documento y que hay muchas más que creen en otras tantas miles de creencias sencillas o excéntricas, muchas de ellas bastante  improbables. La creencia consiste precisamente en eso, en pensar como ciertas determinadas cosas sin que tengan que probarse. Porque si se demuestran, si cuentan con el respaldo científico o la evidencia irrefutable, las cosas escapan a la fe y simplemente se saben, o se aceptan, pero no se creen: se cree lo que no se puede demostrar, esa es la clave inicial.

El mecanismo de creer no es espontáneo, requiere de un componente imprescindible: la voluntad, una voluntad  suficientemente fuerte para estar por encima de la razón. De hecho puede creerse en cosas que se han demostrado que son falsas, porque la voluntad determina que dicha demostración no es creíble. Por eso todo el mundo sabe aquello de que la gente cree en lo que quiere creer. Y existe una irresistible atracción a creer justamente lo increíble. La voluntad, conectada a los sentimientos, se erige en razón suprema y aquí es donde recordamos la frase del Quijote: tiene el corazón razones, que la razón ignora… 

La tercera clave para entender por qué la gente cree en lo que cree es la implicación. La implicación es proximidad y vinculación. Si escuchamos una historia en forma de cuento legendario acerca de un animal formidable que vivía eternamente, escupía fuego y recomendaba sabios consejos a los emperadores de China hace miles de años, tenderemos a no creerlo demasiado, en la misma medida que podríamos dudar mucho menos que un grupo de dinosaurios marinos pudieran haber quedado aislados, quizás en número suficiente para mantener su ciclo reproductivo, en un lago remoto del norte de Escocia. No se han probado ninguna de estas dos historias y casi con total seguridad son igualmente falsas, pero la segunda nos resulta más próxima, su código cultural más adaptado a nuestro estructura de pensamiento y por tanto tiene una apariencia de verosimilitud para nuestro discernir y más probabilidades de ser creída respecto a la primera.

Hay que recordar que en castellano el verbo creer se conjuga con la preposición «en»: la creencia se deposita en algo pero también la creencia vive dentro de algo. La creencia debe ser vivida -lo cual no quiere decir verificada- lo que hace que cualquier experiencia, que siempre es mental, se perciba como auténtica, por encima de demostraciones o razonamientos. Al margen de consideraciones científicas, la gente tiene a creer más en el calentamiento global en los meses de verano o tras algún desastre meteorológico, mientras que se vuelven escépticos en los meses de invierno e incluso entonces aumenta el número de los que piensan que nos abocamos a una nueva edad de hielo.

La cuarta clave y quizás la más concluyente es la funcionalidad. La gente cree en cosas que le suponen una ventaja. Esa ventaja puede ser inconsciente o sutil, física o psicológica y, en un número enorme de casos, será la herencia ahora accesoria de una creencia que en el pasado fue determinante para sobrevivir. O al menos para vivir mejor. Es complejo describir cómo esa ventaja adaptativa se ha ido fijando en la cultura colectiva y no es ese el objeto de este escrito. La historia es una sucesión interminable de sucesos, muchos de ellos terribles, acerca de como las creencias han condicionado la vida y la muerte de millones de personas. Y nuestro interés es el análisis de la realidad social y empresarial, así que enfocaremos el campo donde las creencias se encuentran con los negocios, en el área del marketing público y privado.

Advierte Seth Godin en su libro «All marketers are liars» que no es posible convencer a alguien si se le ataca frontalmente, esto es, si se ataca a sus creencias. Si queremos vender algo, producto, servicio o idea, ese producto, servicio o idea ha de estar alineada con las creencias del interlocutor. Por decirlo brevemente, la propuesta de venta (en sentido amplio) ha de ser compatible con las propuestas culturales de la persona con la que queremos llegar a un acuerdo. Y esto es así porque las creencias actúan como el sistema inmunitario de las personas, detectando de acuerdo a su legado genético y a la experiencia biológica, aquello que se percibe como amenaza o invasión. Por favor, ruego al lector que reemplace en el párrafo anterior las palabras»genético» y «biológica» por «cultural» y «social».

¿Perviven las creencias como entes biológicos también, se reproducen y continúan en el tiempo? Revisaremos en otro documento el concepto de «meme«, propuesto por Richard Dawkins en su libro «El gen egoísta» y que tan amplia difusión -y debate- ha tenido desde entonces.

Y recuerde, si no es usted capaz de convencer a su interlocutor con la mejor de las demostraciones, siempre le quedará el recurso a utilizar la frase de Groucho Marx:  a quién va usted a creer, ¿a mí o a sus propios ojos?