Mansa Musa

En el verano de 1324 una inmensa caravana formada por setenta mil personas y centenares de camellos atravesó el desierto del Sahara desde Tombuctú. La expedición iba liderada por el rey Mansa Musa y en sus alforjas transportaba una descomunal cantidad de oro. No en vano el rey Musa es considerada la persona más rica de la historia en valor actualizado y en nuestros días su fortuna superaría los 400 mil millones de euros, prácticamente el PIB de Noruega.

El objetivo de Musa, hombre tan rico como piadoso, era cumplir con la peregrinación a La Meca al tiempo que levantaba mezquitas a lo largo de su ruta. El viaje, a pesar del rigor de un verano atravesando el Sáhara, fue un continuo reparto de oro, para atender los gastos de la caravana y para cumplir con otro de los pilares del islam, el zakat o limosna para los pobres. 

Su estancia en El Cairo, camino de Arabia, fue un evento histórico. El tesoro del rey se vació allí, para pagar los dispendios de tan enorme caravana a los que se añadieron las incontables limosnas y gastos piadosos, donaciones y construcción de mezquitas, lo que generó un espectacular efecto riqueza y provocó una formidable hiperinflación que destruyó los mercados y arruinó a los agricultores y comerciantes locales. La recompra masiva de oro a crédito llevada a cabo por Musa a su regreso de La Meca no frenó el caos de la economía del Nilo, que tardó en recuperarse más de una década. 

Muchas lecciones pueden extraerse de este acontecimiento. Además del incidente inflacionario hay un elemento muy relacionado con el presente: el turismo en su rabiosa -nunca mejor dicho- actualidad.

El turismo es un sector fundamental de la economía española. Supera el 11% del PIB y supone el 13% del empleo total. Su demanda inducida configura un motor decisivo sobre toda la actividad económica, especialmente en una comunidad como la nuestra ligada a la construcción y la producción de bienes de consumo complementarios. Nadie puede discutir que el turismo es riqueza y que nos paga las facturas y que además es una fuerza de dinamización y progreso cultural nada desdeñable. 

 

 Pero como toda industria masiva, el turismo produce también efectos externos nocivos. Lo que recientemente ha venido en llamarse turismofobia es sencillamente la consecuencia antropológica, que esos efectos externos provocan en algunos ciudadanos. Reconozcamos que el turismo es una actividad altamente contaminante, que su polución a medio y largo plazo se plasma en litorales destruidos, convertidos en muros de cemento y plástico mientras buena parte del medio natural circundante se ha perdido quizás de manera definitiva (*). Nuestras infraestructuras que a duras penas atienden nuestras propias necesidades, funcionan sobrepasadas la mitad del año. Las necesidades de agua, de eliminación de residuos, de sanidad o servicios ciudadanos no llegan a colapsar, pero se resienten y todos los efectos negativos, en conjunto, anulan en muchos sectores de la población y el territorio las ventajas de riqueza que aporta el turismo.

Sin embargo no son las grandes cuestiones las que hacen mella en la conciencia de las personas. Son los detalles, las cuestiones cotidianas, personales y profundas. 

Son esos pisos de los centros históricos convertidos en hoteles clandestinos y que escapan a las regulaciones tributarias mientras los vecinos ven como los alquileres se disparan y la oferta de vivienda desaparece. Son esos lugares del recuerdo ahora ocupados por fincas de apartamentos turísticos y establecimientos dedicados a drenar los monederos visitantes. 

Hay que entender que aunque la turismofobia sea una reacción irracional y negativa, obedece a un sentimiento de exclusión que se ha ignorado y que el desempleo y la precariedad han exacerbado. Solucionarlo pasa por demostrar a la población, especialmente a la más afectada, que se cumplen las leyes y las medidas de seguridad, que se pagan los impuestos correspondientes y, sobre todo, que los beneficios procedentes del turismo efectivamente revierten en la sociedad que sufre sus costes y no se escapan en las carteras de especuladores o en multinacionales ultramarinas. 

Mansa Musa fue un turista singular. Era un bendito y su paso por el Oriente Medio medieval pudo ser una bendición pero, como en otras ocasiones, el infierno se hizo con las mejores intenciones. En los poderes públicos está el que se eviten abusos y se imponga el orden y el buen tino. Nuestra sociedad es abierta y acogedora y esto es solo un aviso de las tensiones causadas por un turismo que es tanto una cornucopia como una amenaza.

Y siempre es más rentable atender a los avisos.

Detalle del Atlas catalán o Mapamundi de los Cresques (siglo XIV)

Una joya de la cartografía realizada por la familia judía mallorquina de Cresques y que se conserva en el Musel Nacional de Francia. En este detalle puede verse, con corona, cetro y joya de oro la figura del rey Musa I de Mali, una de las personas más ricas que jamás han existido.

Un extracto de este artículo se publicó en la revista PLAZA en su número de octubre de 2017.

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(*) La fiebre del ladrillo arrasó el litoral español en sólo 25 años (19(08/2016)  https://www.publico.es/sociedad/fiebre-del-ladrillo-arraso-litoral.html

(**) España ha construido cada día un terreno costero como ocho campos de fútbol ((08/08/2013) https://www.elmundo.es/elmundo/2013/08/08/natura/1375960882.html

(***) El impacto del turismo sobre el medio ambiente: en la costa de la Comunidad Valenciana (http://repositori.uji.es/xmlui/bitstream/handle/10234/106156/TFG_2014_Zaragoza_A.pdf?sequence=1&isAllowed=y

(****) Capdepón Frías, M. (2016). Conflictos ambientales derivados de la urbanización turístico-residencial. Un caso aplicado al litoral alicantino. Boletín De La Asociación De Geógrafos Españoles, (71). https://doi.org/10.21138/bage.2273

 

La demografía es destino

Las ciencias sociales componen un complejo y siempre atractivo caleidoscopio de conocimientos cuya materia base es el propio ser humano desde su naturaleza social. Economía, sociología, geografía, política o antropología aparecen como facetas de un valioso diamante -nosotros mismos- cuyo hilo conductor, la disciplina madre, es la Historia, que describe todas las cosas que sucedieron y acontecen al ser humano.

Sin embargo, si hay una disciplina que explica el hecho humano con total objetividad en sus eventos, relaciones y sucesos, esta no es la historia, sino otra mucho más próxima y evidente y que a menudo pasa desapercibida: la demografía.

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En efecto, la demografía (*) -el estudio cuantitativo de la población y sus dinámicas- muestra no solo como es la sociedad en la que vivimos sino también cuál son los cambios que afectan a esa población, las causas que explican esos cambios y las previsibles consecuencias por venir.

La herramienta básica para conocer una población, su fotografía, es el censo de habitantes. Si alguien cree que el censo es una molestia que sólo ocurre cada 5 años, debería tener en cuenta que la Navidad y lo que eso origina en nuestras vidas, proviene de un remoto censo ocurrido en Palestina hace más de dos mil años. Y seguramente el principio de la hacienda pública. Por cierto, según el INE en 2015 éramos aproximadamente 46 millones y medio de habitantes, un buen puñado menos menos que el máximo histórico alcanzado en 2011 de 47.190.493 habitantes.

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Y si el censo es la foto, la pirámide de población sería la película, otra herramienta tan valiosa como la anterior porque es justamente el retrato en movimiento de nuestra sociedad.

Ya deben saber que la demografía española ha cambiado de un tiempo a esta parte. Ya teníamos una estructura poblacional alterada como resultado de la guerra civil y la posguerra primero y de la época expansiva de los 60 y 70 después, de manera que la pirámide de población española se asemejaba más bien a la figura de un tonel, con un poco de abultamiento central y una base reducida.

De manera similar a otros países europeos, en esta segunda década del siglo XXI la pirámide tiene ya forma de árbol, con la parte alta más ancha y la base estrechándose hacia el suelo. Si animáramos en el tiempo el gráfico de la pirámide de población, apreciaríamos algo parecido a una explosión nuclear, donde el hongo de la época del babyboom sigue subiendo hacia arriba. Una imagen poco equilibrada y algo amenazante (**).

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Las previsiones del INE reflejan una ligera pero constante contracción de la población española para las próximas décadas. Independientemente del efecto de la crisis, las cifras detrás de los nacimientos -matrimonios, número de hijos, edad de maternidad- ya mostraban una contracción acusada desde los años 80, como resultado de los importantes cambios en la vida de los españoles producidos en esos años.

La realidad detrás de estas cifras es conocida pero no del todo. En pocos años tendremos una población envejecida, con una edad media de 50 años para 2030 y tendremos problemas para que más de dos tercios pasivos de la población sean mantenidos por una exigua población activa, de no mediar un cambio radical en la forma en que producimos y repartimos lo producido. Cada vez la proporción de jóvenes es menor y la emigración concentrada en ese segmento de la población acrecienta el desequilibrio. 

Tendremos que revisar y luchar por lo que significan las grandes palabras: la igualdad, la justicia social, el derecho a una vida digna, la igualdad de oportunidades, la solidaridad. Y decidir si preferimos meter la cabeza en un agujero e ignorar la realidad o afrontamos los hechos buscando la mejor solución posible, decidir si nuestra acción o inacción favorece los derechos del capital o los de las personas, manteniendo la coherencia de una sociedad libre y justa.

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Habrá que ver cómo choca este desequilibrio demográfico con otro que viene de fuera de nuestras fronteras y que paradójicamente, podría ser una solución o al menos un remedio para el primer problema, pero que supondrá un choque cultural y social del que apenas hemos visto ya un avance en estos últimos años.

Y finalmente, podríamos reflexionar acerca de cómo las tendencias demográficas explican muchos de los detalles diarios de nuestro presente. Por ejemplo, el hecho de que ninguna fuerza política haya podido obtener mayoría para formar gobierno y de que tengamos el parlamento más heterogéneo de la historia de la democracia contemporánea lo que ha ocasionado el hecho insólito de tener que repetir las elecciones.

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La aparición de los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, tiene una explicación claramente demográfica. Sus votantes tienen un promedio de edad inferior a los de los partidos tradicionales y esto demuestra una ruptura demográfica muy importante. Salvo eventuales cataclismos, los partidos tradicionales no desaparecerán porque su población respaldo es muy numerosa todavía, pero ese apoyo irá decreciendo al ritmo que nuevas formaciones irán integrando las aspiraciones de las generaciones de menor edad.

A los mayores no les gusta el rechazo de muchos jóvenes a las cosas buenas que trajo la transición. No entienden que hoy esas mismas cosas excluyen a una juventud que las percibe como más viejas que buenas. Especialmente los excluye del trabajo y de la esperanza de progreso que durante tantos años asumimos como segura. Ya ven, en esta pirámide demográfica, que ahora es un árbol, las ramas se extrañan de que el tronco esté abajo y no tenga hojas.

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«El destino es el que baraja las cartas,
pero somos nosotros quienes las jugamos».

Arthur Schopenhauer

 

Un extracto de este artículo fue publicado en el número de ABRIL de la revista en papel PLAZA.


(*) La demografía es destino («Demography is destiny”) es una frase acuñada por Ben Wattenberg and Richard M. Scammon en su libro The Real Majority: An Extraordinary Examination of the American Electorate (1970). Los autores reescribieron la famosa frase «El carácter es destino», del filósofo Heráclito (535-475 AC). Su objetivo era explicativo acerca del funcionamiento político en una democracia moderna, al querer significar que la demografía de una población indica que partido político controlará una circunscripción determinada. 

La frase ha sido atribuida repetidamente al filósofo francés Auguste Comte (1798-1857) desde hace pocas décadas. Sin embargo, no se conoce ningún texto de Comte con estas palabras y además tal cosa no parece posible porque el término demografía fue citado por primera vez en una obra escrita en 1880. La frase, u otra similar, pudo haber sido empleada por Comte o por otros autores, pero la atribución correcta del autor y el objeto de su empleo es el que explica el párrafo anterior.

(**) Recomiendo echar un vistazo a los gráficos animados que prepara y recoge Aron Strandberg (@aronstrandberg ) y que permiten visualizar gráficos animados de variables demográficas, proyecciones y estadísticas, todas ellas de gran interés.

La demanda paradójica

Una de las leyes económicas más conocidas es la de la oferta y la demanda. Incluso en las sociedades donde se discute su existencia, cimenta el conjunto de las reglas sociales y es uno de los mecanismos básicos del comportamiento humano. Esta fundamental “ley del mercado” se enuncia de manera tan sencilla como se percibe: allí donde crezca la demanda de algo, el precio de ese algo se elevará; y lo contrario para la oferta.

Por simetría, subidas o bajadas de precios determinarán menores o mayores demandas y resultará más o menos atractivo vender por la razón contraria. De este modo, la oferta y la demanda se acaban encontrando en un punto de equilibrio, el precio de mercado.

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No hay ningún misterio en este proceso y todos sabemos que el comprador busca comprar cuanto más barato mejor, mientras el vendedor intenta aumentar su margen vendiendo al mayor precio posible.

Sin embargo, existe una clase de bienes que no sigue este proceder y que se comporta exactamente al revés. Se trata de los bienes Veblen, llamados así por el economista Thorstein Veblen, que los estudió y que teorizó sobre ellos. Un bien Veblen es aquel que se demanda más cuanto más sube su precio y menos cuando éste baja.

Este comportamiento paradójico atenta contra el axioma básico de la economía que veíamos al principio y hace dudar de la universalidad de las leyes del mercado. Y esto nos lleva automáticamente a la gran pregunta sobre sistema basado en el flujo de producción y consumo: ¿por qué compra la gente?

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La explicación clásica es que la gente compra porque obtiene una utilidad de los bienes o servicios que consume. Esta utilidad viene limitada por la cantidad y sobre todo por el precio. Entonces, ¿por qué los consumidores compran ciertas cosas cuanto más alto es el precio? Esto no lo explica la economía sino la psicología y la antropología.

Comprar no solo cumple una función necesaria para el consumo básico sino que responde a la satisfacción de un conjunto de deseos muy amplio que a nivel individual incluye la supervivencia, la salud, el placer, la felicidad, el confort o la inmortalidad. Pero el ser humano es un animal social y el individuo necesita también valores y símbolos que le aporten estatus y significado dentro de esa sociedad.

Los bienes Veblen ­que no se corresponden necesariamente con los bienes de lujo­ son la bandera del éxito que enarbolan sus compradores, el signo de notoriedad que les permite marcar diferencias y ganar respetabilidad, distinción y poder social. Gabrielle Coco Chanel, que de esto sabía bastante, lo definió perfectamente: “El lujo es una necesidad que empieza cuando acaba la necesidad”.

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Se puede pensar que un bien Veblen es algo extraño, una curiosidad estadística desdeñable.

Pues no, todo lo contrario. En cualquier semáforo transitado de una gran ciudad europea, por ejemplo, podrá percibir a su alrededor abundantes bienes Veblen en forma de automóviles, normalmente de marca alemana y precio desorbitado.

No sólo no son una rareza estadística, verá que son muy abundantes y que además son ampliamente deseados. Una oportunidad que explotan las empresas que entienden dónde está el margen y donde el tirón de una demanda que cuanto más paradójica es, más rentable resulta.

En periodos de crisis y pérdida de renta los bienes de mercado “normales” registran caídas en sus ventas pero los bienes Veblen conocen ascensos. Ya saben que desde el inicio de la crisis el número de ricos ha aumentado y en consecuencia la desigualdad, se mida como se mida. Los ricos cada vez son más ricos y la diferencia con los no ricos se hace mayor. Es el terreno abonado para la adquisición de bienes que garantizan que esa desigualdad se reconozca socialmente.

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La mayoría de la población recurre necesariamente a las marcas blancas y el mercadillo pero para la clase pudiente es tiempo de incrementar las compras de vehículos de gama alta, de exclusivos artículos de decoración, de lujosas marcas de ropa y complementos, de conversión de la alimentación básica en sofisticación gourmet y de artículos premium de todo tipo que son más demandados cuanto mayor precio tienen.

Observamos una sorprendente paradoja: es como si en la economía de mercado real quienes más provecho obtienen de ella, menos dispuestos están en la práctica a cumplir sus leyes. Cuando en los medios de comunicación vemos a diario grandes escándalos de dirigentes, políticos y empresarios que se han saltado olímpicamente la legislación penal no debería realmente extrañarnos que no se saltaran lo que no es sino unos axiomas teóricos bastante discutibles.

Luchando aún por salir de la crisis económica, no deberíamos olvidar los años de vino y rosas en que los especuladores se burlaban de quienes invertían en producir y emprender por su baja tasa de retorno a corto plazo.

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Veblen, por cierto, atribuía la demanda de estos bienes paradójicos a la existencia de una clase “ociosa” que, en vez de invertir de manera productiva, dedicaba la plusvalía al consumo de artículos suntuarios.

Llamativo que la gran mayoría de estos productos provengan de esa rica Europa germánica y de moral calvinista que tanta contención y austeridad exige a la pobre Europa periférica del sur.

Un extracto de este artículo fue publicado en el número de agosto de la revista PLAZA

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La economía como prejuicio cultural

«Los prejuicios son la razón de los tontos»
Voltaire

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La ciencia económica se ha debatido siempre en el conflicto de una lucha identitaria. ¿Se trata de una ciencia o solo de elucubraciones alejadas de la realidad?, ¿podemos enumerar verdaderas leyes universales en economía o lo que consideramos conocimiento económico es sencillamente un conjunto de obviedades y recetas de discutibles efectos prácticos?

Para un observador neutral su aspecto formal sí que parece indicar que que se trata de una ciencia: en efecto, tiene sus paradigmas, su aparato matemático, su respaldo estadístico… hasta su premio Nobel. Claro que también hay un premio Nobel para escritores e incluso uno para la Paz, asuntos estos poco científicos.

 La gente confía en general en la ciencia, incluso los más recalcitrantes creyentes, porque describe adecuadamente como suceden las cosas, soluciona problemas concretos y construye productos y procesos que funcionan. Algo que la economía no parece poder hacer de manera efectiva, como demuestran los desequilibrios y las crisis cíclicas que asolan nuestras sociedades desde que se recuerda. 

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La economía, como las otras ciencias sociales, no puede realizar experimentos controlados como la química o la física, de manera que sus tesis, carecen de un respaldo universal a prueba de dudas, deslizándose fácilmente del campo de las verdades al de las opiniones. Pese a esto, la gente de la calle piensa, o mejor intuye, que sí que existen ciertas reglas y procesos económicos evidentes y predictibles y que la economía funciona… a pesar de los economistas. 

La raíz de todo es que la economía y las otras ciencias sociales son disciplinas que miran al hombre y solemos ser un mal espejo de nosotros mismos. Apenas vemos reflejados los problemas que nos aquejan, solo sus efectos distorsionados en nuestra cuenta corriente o en nuestro rostro y esto a duras penas si es a primera hora de la mañana.

Un conocimiento del hombre realizado por el hombre, difícilmente puede escapar de una visión tan subjetiva como potencialmente miope. El antiguo “Conócete a tí mismo” sigue siendo más un deseo del sabio que una realidad de las personas corrientes.

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Pero tenemos una clave para entender esto y casi todo lo demás: el hombre es un animal cultural. Si eliminamos el factor cultural quedaría poco de humanidad en un primate desnudo, como advertía Desmond Morris. La cultura se construye de símbolos y de pequeños o grandes conocimientos que se van acumulando en el acervo común a lo largo de la historia colectiva. Y el ser humano conoce y trabaja el mundo precisamente mediante esos símbolos y esa cultura, de ahí esa distorsionada percepción.

Es importante tener en cuenta que estos conocimientos no tienen por qué responder a la verdad -a su identidad real- pero sí ser coherentes con un sistema cultural determinado, sistema que, normalmente, lo acepta casi todo en una curiosa y a menudo contradictoria amalgama. La realidad crea y modela la cultura que a su vez modifica y recrea la realidad.

Pero cuidado: la cultura no existe en ningún limbo o una hipotética conciencia colectiva. La cultura, sus conocimientos y sus símbolos, vive y se manifiesta en las mentes de cada una de las personas. Es un fenómeno colectivo pero “individualmente” colectivo, nunca externo al individuo.

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Esta reconocida naturaleza cultural del hombre  -esto es, simbólica- no suele trasladarse al ámbito del conocimiento económico, quizás porque su carga de subjetividad podría restarle carácter científico. Por eso resulta raro pensar que la economía es una manifestación cultural más, sencillamente porque nunca lo consideramos así, pero a poco que lo pensemos, la actividad humana que es lo que estudia la economía, está más cerca de la antropología y de la cultura, que del cálculo y el álgebra. La actividad productiva y comercial se basa en determinados axiomas clave de absoluto origen cultural, como prejuicios incorporados al pensamiento al margen de razonamiento o demostración.

La economía es una cuestión fundamental en la estructura de cualquier sociedad, porque determina qué y cómo se produce para sobrevivir, quien lo produce y cómo se reparte y eso requiere que determinadas cosas estén tan claras y tan al margen de discusión, como un dogma para una religión. Por eso, desde el pensamiento dominante, se pretende que los dogmas de la economía sean igualmente indiscutibles.

Por ejemplo, se da por hecho que que la gestión privada de cualquier servicio público es siempre económicamente más eficiente que la gestión pública, pero en realidad esta idea -o su contraria- se trata de una suposición que no ha sido demostrada nunca de manera fehaciente, ni siquiera en términos generales y sin embargo hay evidencias constantes de que, independientemente de la naturaleza jurídica de sus titulares, hay servicios públicos bien gestionados y otros que no, al igual que ocurre con los servicios privados.

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La existencia de condiciones de competencia podría explicar que el ámbito privado tiende a reparar las posibles ineficiencias, premiando y castigando mediante mecanismos de mercado -cosa que no puede ocurrir en el ámbito público- pero este argumento ignora completamente que la competencia está lejos de suceder realmente en la mayoría de los sectores productivos o de servicios y que incluso donde se dan circunstancias favorables para la competencia, ésta no se da realmente en condiciones de suficiente garantía (1).

Muchos de los servicios públicos privatizados bajo concesión demuestran que la convivencia de axiomas contrarios -a menudo uniendo lo peor de ambos mundos (2)- está tan extendida como la imposibilidad de encontrar condiciones teóricas en la realidad.

 En esta misma línea, no hace demasiado tiempo que alguien tan poco sospechoso de heterodoxia en los principios económicos como el presidente de la mayor patronal española (3), solicitó del gobierno la suspensión temporal de las leyes de mercado, algo que para un entendido como le suponíamos a él y tan entregado a la causa del capitalismo y la libre empresa, sería tanto como solicitar la suspensión de la ley de la gravedad.

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 Si no tenemos simpatías por Robin Hood, el hecho de quitar a los ricos para dar a los pobres nos parece inequívocamente un delito, disfrazado además de engaño. Sin embargo quitar a los pobres para dárselo a los ricos, como en el caso de las estafas reales en la colocación de preferentes por algunas cajas de ahorro españolas y la autoconcesión por sus directivos y administradores de espectaculares pensiones de retiro o de tarjetas de crédito opacas es visto por el pensamiento dominante de manera más tolerante, un defecto moral como mucho, algo execrable (4) como lo definió el propio ministro de Hacienda.

 Tenemos paraísos fiscales en el corazón de una Europa que no consiente ni un segundo de descuido fiscal en su periferia y una política dominante dirigida por el gobierno alemán y el Bundesbank que parecen sufrir una aversión enfermiza por la inflación pero a los que no parece molestarle que en esa misma Europa que capitanean, existan tasas de desempleo o de miseria muy por encima de lo aceptable y que la crisis de austeridad haya profundizado una década de creciente miseria.

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Es también sin duda un prejuicio priorizar determinadas condiciones políticas y legales respecto a la economía y al mismo tiempo poner a la cola de esas prioridades el bienestar de las personas y sus condiciones de vida, que son en definitiva la única razón por la que deberían existir esas condiciones políticas y legales, al menos en una supuesta democracia.

Las mismas creencias que hacen del derecho al secreto bancario suizo una barrera más alta que la de los Alpes, mientras que, al mismo tiempo, los gobiernos europeos no dudan en declarar que habrá que sacrificar derechos fundamentales en materia de libertad para obtener algo de seguridad relativa, en alguna parte y algún momento. Como la que obtienen las ovejas respecto a los lobos, para beneficio exclusivo de los pastores.

En fin, los ejemplos reveladores de prejuicios en política económica son tan generalizadas en estos tiempos, que citarlos parece innecesario: hay demasiados y todos los conocemos demasiado.

 Los prejuicios que rigen el pensamiento económico y nuestra sociedad no son necesariamente los que consiguen un óptimo, ni económico ni de ninguna clase. Son la resultante de una evolución cultural más un choque de intereses entre individuos y grupos sociales, mejor o peor resueltos. En economía solo existe el óptimo en la teoría. En cada modelo teórico, para decirlo con más exactitud. Y las teorías están más allá de la realidad, contenidas por muros hechos de consistentes e interesados prejuicios.

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Escribía recientemente Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía: «El caos actual (referido a la crisis económica europea) proviene en parte de la adhesión a una creencia que ha sido desacreditada desde hace ya mucho tiempo: que los mercados funcionan bien y que no tienen fallos de información y competencia.» (5)

 En efecto, una cosa es la teoría y otra la realidad. Podríamos decir que la teoría económica es a la economía realmente existente lo mismo que una partida de ajedrez a una batalla: no es habitual disparar en una partida de ajedrez, donde tampoco suelen hacer acto de aparición ni la muerte ni el horror, de modo que la similitud queda reducida a un plano abstracto y simbólico. Igual que la economía.

Por eso seguramente los economistas clásicos, interesados por los problemas reales, hablaban de economía política, pues querían unir ambas cosas, análisis y acción, ya que no las entendían separadas. Algo que el tiempo y la evolución de los términos llevó a reducir a una sola palabra.

Y claro nos debe quedar a todos, siempre, que la economía (política) como síntesis de teoría y realidad no es otra cosa que una cuestión de elección entre prejuicios. Prejuicios no neutrales que benefician a algunos y perjudican a otros, generalmente la mayoría. Y luego, y en función de ellos y a su servicio, ya vendrán el álgebra y la econometría.

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«Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando no lo son, son más poderosas que lo que es comúnmente entendido. De hecho el mundo está regido por poco más. Los hombres prácticos, que se creen totalmente exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente los esclavos de algún difunto economista».

John Maynard Keynes

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1.- En realidad, la competencia perfecta significa beneficios cero, como sabe cualquier estudiante de primero de economía, lo que significa que en condiciones de competencia perfecta la actividad empresarial privada sería imposible ya que a más competidores, menores márgenes. El beneficio que obtiene el emprendedor -la «renta cuasi monopólica» como la definió  Joseph Schumpeter- exige de éste ser un innovador y por tanto un rara avis en el sector, producto o servicio que comercializa, el creador de un espacio de nuevas posibilidades de negocio donde su beneficio es justamente la remuneración por esa creación de nuevo territorio económico y comercial. La ganancia es directamente proporcional a la demanda y a la carencia de competencia y esa es la razón por la que las empresas tratan siempre de excluir o limitar su competidores en un mercado dado, aunque sea de manera temporal. El monopolio o, si no hay más remedio, el oligopolio son la situación ideal de una actividad empresarial exitosa. Cualquier burbuja especulativa muestra con total crudeza como el momento en que se masifica la oferta en un determinado sector o producto, este colapsa al reducirse su margen a cero.

2.- Como anécdota, aunque de plena y dolorosa actualidad (enero 2015), pueden leer el caso del medicamento Sovaldi en el excelente blog de divulgación científica «La ciencia y sus demonios» .

3.- Gerardo Díaz Ferrán, presidente de la CEOE entre 2007 y 2010, no solo solicitó suspender temporalmente las leyes del mercado sino que en opinión del juez, también decidió violar algunas otras leyes en vigor. En el momento de escribir este artículo todavía está en prisión desde diciembre de 2012, condenado por alzamiento de bienes, blanqueo de dinero y fraude fiscal. Su declaración textual fue: «Creo en la libertad de mercado, pero en la vida hay coyunturas excepcionales. Se puede hacer un paréntesis en la economía de libre mercado». El mismo día de la quiebra de la aerolínea Air Comet, compañía que presidía y la suspensión de sus vuelos a pesar de mantener abierto el sistema de venta de billetes, manifestó: «Yo no hubiera elegido Air Comet para volar a ningún sitio».

4.- Es interesante analizar el calificativo para documentar este prejuicio. El término execrable, viene de una palabra latina relacionada con la religión. Execrar es maldecir o condenar con autoridad sacerdotal o en nombre de cosas sagradas. Es algo relacionado, por tanto, con la moral y las creencias religiosas y no con el daño material a otros, las leyes o la justicia. Algo execrable puede ser perfectamente legal, como en el caso comentado.

5.- http://economia.elpais.com/economia/2015/01/16/actualidad/1421411279_895475.html

Materialismo y diferenciación: el marketing de la soledad y la baja autoestima

«En lo países ricos el consumo consiste en personas que gastan  dinero que no tienen para comprar bienes que no quieren, para impresionar a personas que no aman.»
Joachim Spangenberg

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El materialismo asociado al consumo ha sido uno de los vicios clásicos señalado por el moralismo de todos los colores, estigmatizado a menudo como causa de innumerables males personales y colectivos, desde la destrucción personal a la del medio ambiente. No hablamos, naturalmente, del materialismo entendido como corriente filosófica o el aplicado al enfoque científico, hablamos simplemente de la propensión a dar mucha importancia al consumo de cosas materiales más allá de las necesarias e independientemente del nivel de renta.

Como escribía el filósofo Erich Fromm: «Los consumidores modernos pueden etiquetarse a sí mismos con esta fórmula: yo soy aquello que tengo y aquello que consumo» (1).

Dentro de esta óptica crítica del consumo y desde algunos focos de pensamiento, se ha extendido a menudo la creencia de que existe un círculo vicioso que encadena materialismo y soledad. La soledad, una contradictoria maldición de los poblados tiempos modernos, conduce al consumo mediante el desahogo a través de las cosas materiales. A su vez, ese desequilibrio de la conducta que persigue posesiones materiales, trae como consecuencia el aislamiento individual y el incremento de la soledad. El ciclo de soledad y materialismo no termina, se retroalimenta y arrastra a los pobres desgraciados atrapados en sus garras a una vida triste, vacía y seguramente breve.

Esta sombría descripción, reflejada por ejemplo en el personaje del señor Scrooge del cuento de Navidad de Dickens, anclado en su avaricia y en su soledad, resulta un arquetipo cultural y una creencia ampliamente extendida en la cultura popular. Creencia popular que, como el propio cuento de Dickens, podría ser solo una historia ficticia (2) ya que la realidad objetiva parece evidenciar lo contrario.

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De hecho, la propensión al consumo de un cierto «hedonismo feliz» no sólo es el fluido vital de un sistema económico mundial basado en el ciclo de producción y consumo sino que beneficia también a nivel individual e incluso favorece cierto nivel de socialización. Como todas las cosas, dentro de ciertos límites. Es lo que asevera el Dr. Rik Pieters de la universidad de Tilburg (Holanda), en un estudio recientemente publicado por el Journal of Consumer Research (3).

El Dr. Pieters estudió durante seis años a más de 2.500 consumidores y constató que aunque a veces la soledad suele conducir al consumismo, no suele cumplirse lo contrario. Sí que es cierto que el sentimiento de soledad se incrementa en casos de consumidores que valoran el éxito social en términos de posesiones materiales o que adoptan pautas de consumo compensatorio, pero el hecho revelador es que el sentimiento de soledad se redujo cuando el enfoque consumista se explicaba simplemente por la diversión y el instintivo placer de consumir.

El estudio evidenció que los solteros sufrían más la soledad que el resto de la población y que su consumo era del tipo compensatorio, medida psicológica del éxito en la vida para los hombres y una especie de fuente de felicidad temporal por la adquisición en el caso de las mujeres.

El materialismo tiene, pues, peor prensa de la que merece. Si bien puede ser malo para aquellos consumidores que buscan significado a su vida o la adquisición de estatus a través de nuevas posesiones, no tiene por qué ser necesariamente un camino a un círculo vicioso de soledad, materialismo y más soledad. De hecho, un nivel de consumo alto -pero bajo control- incrementa las posibilidades de una mayor interacción social y por lo tanto reduce la sensación de soledad.

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No solo se compra en compañía, también se utiliza y se disfruta lo comprado en compañía. Según el autor, «un adecuado nivel de materialismo (de consumismo) puede ser más efectivo a la hora de reducir la soledad que las acostumbradas llamadas a apagar la televisión o abandonar «el vicio de salir de compras.»

Pero no es solamente la soledad no mucho menos lo que interfiere con los hábitos de consumo. También influye el sentimiento de saberse parte de un grupo social.

Otro reciente estudio sobre los consumidores que buscan diferenciarse podría desvelar la paradójica circunstancia de que ese consumo que busca ser diferente, busca en realidad satisfacer un deseo de pertenencia. Sería la baja estima de determinados consumidores lo que les llevaría a buscar productos «especiales», diferentes o únicos. Pero no porque busquen brillar aisladamente en su singularidad sino porque quieren pertenecer a un grupo particular que no coincide con el subgrupo de los «normales» sino con el de los «especiales»: los triunfadores o los que incorporan algún tipo de valor o estatus.

Este camino indirecto, contradictorio, es la tesis que evidencian en su trabajo ahora publicado Sara Dommer, Vanitha Swaminathan y Rohini Ahluwalia, del Instituto Tecnológico de Georgia y de las universidades de Pittsburg y Minnesota respectivamente (4).

Los autores investigaron cómo y por qué razones los consumidores usaban las marcas como medida de pertenencia a determinados conjuntos de relación. Normalmente las marcas representan valores de identificación que los consumidores utilizan bien como pertenencia a un grupo o como un atributo de distinción o diferenciación. Independientemente de otras consideraciones, una marca actúa como un símbolo que nos hace sentirnos parte de algo, nos integra en algo o por el contrario nos separa de un grupo y nos hace sentir únicos, superiores, al menos respecto al grupo del que nos sentimos diferentes.

El «descubrimiento» del estudio es que los individuos con baja autoestima y que se sienten excluídos o discriminados por un grupo del que quieren ser parte convierten su esfuerzo de integración para identificarse con los valores del grupo en un trabajo extra por elevarse por encima de los identificadores de grupo y adquirir otros que les confieran una cualidad o un estatus especial. Y esto se consigue mediante la adopción de marcas -o productos- que crean esa distinción y que necesariamente son distintos de los adoptados por los miembros típicos del grupo.

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Y no solo los que se perciben así mismo como discriminados. Los consumidores con baja autoestima pero que se sienten incluídos en un grupo determinado, también siguen buscando marcas, productos o pautas de consumo que les confieran un estatus diferente o superior hacia los otros miembros del grupo. El grupo no es el objetivo de las individualidades sino que más bien es el campo donde las individualidades se ubican, el ecosistema que les permite existir y desarrollarse. Se necesita de los otros para saberse uno y para encontrar el valor individual a través de la posición dentro del grupo. Somos animales sociales con todas las consecuencias, especialmente la de la paradoja.

Las compañías conocen que son las individualidades las que compran sus productos y que los valores de referencia de sus marcas buscan la identificación de individuos. Incluso cuando es el grupo el que parece cohesionar gustos o modas es por agregación de voluntades personales.

Conocidos eslóganes de grandes marcas así lo muestran. Algunos ejemplos: “Think Different”(Apple), “Unlike Any Other” (Mercedes-Benz), «Sé único» (Citroën DS4), «¿Vas a hacer caso de todo lo que se dice?» (CocaCola) o «La República Independiente de tu Casa» (IKEA). (5)

Para los autores, las marcas que gestionan -y explotan- las necesidades de «pertenencia» de ciertos grupos de consumidores mediante la creación de comunidades y su participación en redes sociales pueden satisfacer a esos grupos de consumidores al tiempo que mejoran -de manera contraintuitiva– las necesidades de otros grupos de consumidores que buscan diferenciarse y que tienen relación con la baja autoestima.
«Las empresas deben entender y ser conscientes de como sus acciones de marketing pueden afectar -y satisfacer- las necesidades de pertenencia o diferenciación de los consumidores y de cómo las estrategias de marca basadas en la diferenciación puede apelar a diferentes tipos de consumidores», concluye el estudio reseñado.
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El consumo es sin ninguna duda la materia prima de la que está hecho el marketing por encima de cualquier otra consideración. Es la arcilla que forma los ladrillos de cualquier disciplina de estudio del comercio y también de la producción. Se produce para el consumo, se trabaja y se invierte con el mismo fin. Representa el estímulo y al tiempo el combustible de la economía moderna pero ha sido siempre así, ahora en una moderna economía capitalista industrial igual que antes lo fue en una sociedad cazadora-recolectora.

El ciclo de producción y consumo no sólo sirve para la satisfacción de las necesidades de los individuos sino que permite un sistema productivo basado en la demanda agregada de grandes cantidades de mercancías, que representan inversiones y empleos que generan rentas que a su vez realimentan el consumo. Y así sucesivamente. Por tanto, hablar de consumo es en realidad hablar del motor mismo del sistema económico, de la expresión de los recursos y de las técnicas productivas, de la riqueza de la economía y de la vida de las personas.

Y más allá de la influencia individual, la forma y encarnación del consumo están relacionadas directamente también con el tipo de sistema productivo y de reparto. Las clases sociales, la forma de reparto de la plusvalía social y cómo está construida una sociedad específica. Por supuesto que el consumo tiene relación directa con el agotamiento de los recursos naturales, la destrucción de ecosistemas, la desaparición de hábitats o la extinción de especies y por tanto el consumo desmedido amenaza a los humanos y al conjunto de la vida en la tierra.

Como avisaba Erich Fromm: «La actitud implícita en el consumismo es el engullir  al mundo entero». La amenaza no implica una certeza de maldición sino un dilema que habrá de resolverse si queremos que haya futuro. Consumir no es sinónimo de destruir. Aunque la historia muestre que consumo ha sido normalmente sinónimo de agotamiento, el desarrollo de nuevas tecnologías y una economía que elige siempre lo más eficiente son nuestros motivos de esperanza, junto a una creciente conciencia ecológica global.

El consumo conecta la necesidad que lo origina con la satisfacción que cubre y el resultado en forma de beneficios empresariales y sociales. Es por consiguiente la base de todo pero también el instrumento que lo hace posible, el medio y el fin en un solo concepto.

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Conocer lo que es el consumo y por qué consume la gente debería ser pues la clave de todo y especialmente para el marketing y las empresas. Sin embargo esto es imposible de conocer. El consumo es tan complejo como las causas que lo provocan y las necesidades directas o indirectas que cubre. Su complejidad hace que su estudio se convierta en una tarea tan infinita y prolija como el estudio del universo. Cada vez sabemos un poco más y es posible que algunos expertos verdaderos lleguen a saber mucho, pero es casi seguro que nunca lo sabremos todo.

En esta reflexión sobre la inaccesibilidad del todo podría parecer un asunto menor el detectar que algunas de esos infinitesimales detalles que explican el consumo se corresponde con factores relacionados con la soledad y la baja autoestima, pero no es muy diferente del consumo necesario de bienes básicos o el de bienes suntuarios relacionados con la posición social como el caso de los bienes Veblen, que ya vimos en otro artículo.

En general, el enfoque del consumo se puede establecer en tres niveles de comprensión y estudio, diferentes pero al tiempo muy similares:

– Un nivel Personal, asociado por un lado a la psicología y a su conexión con las «razones instintivas» o animal spiritis y que mediante su conexión con factores simbólicos y culturales se conoce también a través de la antropología.

El consumo personal está también relacionado con el estudio de las condiciones fisiológicas del individuo y por tanto está asociado también con al medicina. La conexión de este punto con el anterior nos llevaría a las neurociencias y al conocimiento de la interrelación cuerpo-mente específicamente en el aspecto relacionado con el consumo y con su aspecto cultural.

– Un nivel Empresarial, asociado a la microeconomía, a la economía de empresa y especialmente al marketing, al establecimiento de una política de empresa que es una fórmula técnica de transformación y comercialización y por tanto entiende tanto de ingeniería y diseño como de comunicación, a través de las cuatro P tradicionales del marketing y por cualquier otro medio válido relevante.

– Y un nivel Social agregado, que se asocia con la economía política,  la sociología y los equilibrios globales. Un «último pero no menor» nivel que explica un sistema legal que establece regulaciones y condiciones sobre el consumo y que se refleja en un plano político que se supone debe ser la expresión de los ciudadanos en un plano no comercial, aunque se manifieste en un tipo de marketing político indirecto, más intenso incluso que el empresarial.

Como a veces se acusa a los economistas de valorar más las cifras o los modelos matemáticos que las personas, me gustaría terminar con una frase y una adivinanza del maestro Samuelson que aporta un pista fundamental sobre la relación entre consumo y la felicidad. Lo cual nos lleva también al asunto de la satisfacción y la autoestima:

«La fórmula de la felicidad, hasta este momento, ha consistido en realizar la operación consumo/deseo.
Pero esta ha sido una receta para el consumismo que intentaba aumentar el numerador.
Si en cambio se actúa sobre el denominador y se anulan los deseos, la felicidad tiende a infinito.»

Paul Samuelson

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(1) Erich Fromm, ¿Tener o ser?  (1976).

(2) Charles Dickens, defensor de los pobres y la justicia, podría haber tenido su particular lado oscuro: el antisemitismo, cuestión que todavía es causa de debates hoy en día.

(3) Rik Pieters. “Bidirectional Dynamics of Materialism and Loneliness: Not Just a Vicious Cycle.” Journal of Consumer Research: December 2013.

(4) Sara Loughran Dommer, Vanitha Swaminathan, and Rohini Ahluwalia. “Using Differentiated Brands to Deflect Exclusion and Protect Inclusion: The Moderating Role of Self-Esteem on Attachment to Differentiated Brands.” Journal of Consumer Research: December 2013.

(5) Puede ver aquí vídeos de dos de los anuncios ejemplos Citroën y Coca Cola.

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