Obesodemia

Mejorar la figura y perder peso es uno de los objetivos habituales al iniciar el año. Por salud pero también por vergüenza, la sociedad discrimina a las personas con sobrepeso, salvo en las obras de Rubens o Botero. La obesidad provoca problemas en la vida diaria y peores expectativas laborales y de relaciones y ha sido siempre objeto de mofa y excusa para el acoso. Los gordos, según el prejuicio popular, son culpables de su situación por comer demasiado y hacer poco ejercicio.

Pero los datos no concuerdan con este prejuicio. El número de personas con obesidad se ha triplicado en 40 años y más de un tercio de la población mundial tiene sobrepeso. La tendencia se agrava y en 10 años la mitad de la población mundial tendrá sobrepeso y 1.000 millones serán obesos. Nuestra dieta mediterránea ya no predomina y sufrimos esta epidemia igual que los demás países, incluida la población infantil.

Las instituciones sanitarias reconocen el fracaso global en la lucha contra la obesidad que no ha dejado  de crecer a casi un 3% anual desde 1978, cuando triunfaba el modelo de saldo calórico y el mensaje de reducir el consumo de grasas e incrementar el de frutas y cereales. Pues bien, nunca se ha consumido menos grasa per cápita ni se ha comido tanta fruta y cereales ni nunca tanta gente se había puesto a correr o apuntado a gimnasios. Siendo que el ejercicio no puede compensar una mala dieta, los datos señalan que lo que se creía era la solución, era en realidad la causa del problema.

La obesidad aparece correlacionada con otros síntomas más preocupantes: diabetes tipo 2, hipertensión, hiperlipidemia, hiperuricemia, ECV, trastornos autoinmunes y toda una retahíla de patologías que, aunque tratadas aisladamente, responden a un patrón común denominado Síndrome Metabólico (SM). Aunque conocido desde hace dos siglos, fue el doctor Gerald Reaven quien lo estableció en 1988 y desde entonces la medicina oficial lo ha asumido aunque sin concreción efectiva en cuanto a su origen y tratamiento, salvo el uso masivo de medicamentos para tratar unos síntomas considerados crónicos. En EEUU el 25% de la población mayor de 55 años toma al menos 5 pastillas relacionadas con el SM y el 80% toma al menos 2.

Cada vez más investigadores y médicos coinciden en que la causa del síndrome metabólico y sus patologías conexas parece deberse a causas dietéticas y al consumo generalizado de azúcares, cereales, aceites industriales refinados y comida procesada en general. Esta dieta moderna fue la consecuencia de las políticas oficiales y los cambios laborales y sociales de la época: comer fuera de casa, la expansión de la cultura del fast food y el fin de la comida real.

El modelo teórico de las calorías y la comida light se viene abajo y empiezan a considerarse las grasas naturales como el nuevo paradigma de la salud. Y si los médicos muestran opiniones contrapuestas con su propio sesgo profesional, veamos qué dicen las instituciones que manejan y analizan los mejores datos, porque su objetivo es ganar dinero: los bancos.

Diferentes informes presentados por el Bank of America, Morgan Stanley y Credit Suisse -entre otros- apuntan a un diagnóstico que resulta chocante por venir de quien viene. Según un estudio del Credit Suisse: “El mayor consumo de aceites vegetales y carbohidratos en los últimos 40 años son los dos factores clave detrás del incremento de la obesidad y el síndrome metabólico”. Y en otro informe posterior concluye: “Creemos que un incremento en la fiscalidad de los alimentos azucarados sería la mejor opción para reducir el consumo de azúcares y frenar los costes crecientes asociados a la diabetes tipo 2 y la obesidad”.

Cuando un banco recomienda subir los impuestos es que la cosa es realmente grave.

La magnitud del problema es incalculable. La obesidad ha crecido un 2,78% anual desde 1978 pero la diabetes lo ha hecho un 4% anual. De no revertirse la tendencia, el coste de su tratamiento será insostenible a partir de 2030, con lo que se producirá el colapso de la asistencia sanitaria y una crisis social y presupuestaria sin parangón.

Y si el problema es dietético, ¿no podría ser también dietética la solución?

Como decía Mark Twain: “es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada.”

Copia del artículo aparecido en la revista PLAZA de enero de 2023

Pirámides

El papel del estado en la economía es algo que se supone resuelto desde la formulación de John M. Keynes del mecanismo de la demanda agregada. Simplificando, para Keynes el equilibrio entre la oferta y la demanda en el mercado casi nunca responde a un valor óptimo debido a la existencia de variables que lo distorsionan. Esta ineficiencia sistémica es la causa de que existan crisis, pobreza y una reducción del crecimiento potencial. 

Para romper ese círculo vicioso, el estado debería impulsar el consumo público y privado. Con más consumo las empresas obtienen beneficios, lo que permite inversiones y empleo, un incremento adicional de la demanda y mayor recaudación de impuestos para disponer de servicios públicos. Un exceso de consumo puede generar otros problemas pero los estímulos funcionan, como prueban las billonarias aportaciones de los bancos centrales de la última década.

Si parece que esto es un asunto muy moderno, podemos volver al mundo de hace 46 siglos, cuando el antiguo reino de Egipto erigió una serie de obras monumentales, entre las que destaca la Gran Pirámide, el edificio más alto construido por el hombre hasta hace dos siglos, con 138 metros y que necesitó de recursos literalmente faraónicos. 

Según el historiador griego Herodoto, las obras duraron 20 años y emplearon a unos 30.000 trabajadores directos. Sumando los trabajadores de suministros, transporte y auxiliares, resultaría casi el 5% de la población total de Egipto de aquella época y habría supuesto 2.500 millones de horas de trabajo.

Se suele oír que Egipto fue el imperio más rico de su época y por eso fue capaz de erigir tal prodigio. Pero un paseo por la visión keynesiana y una pizca de antropología, mostraría que invertir la causa y el efecto resulta más verosímil: Egipto fue el reino más próspero de la antigüedad justamente porque construyó las pirámides.

Sumando a los trabajadores directos sus familias o allegados, resulta muy prudente suponer que algo más del 10% de la población egipcia vivía directamente de la construcción de la gran pirámide y casi la mitad de la población total de manera indirecta. Esas personas debían de ser alimentadas y mantenidas por unas infraestructuras agrícolas, ganaderas y comerciales complejas capaces de satisfacer una gran demanda durante años. La movilización de recursos implicó artesanos, fabricantes, comerciantes y servicios personales de todo tipo. Además, aumentó el prestigio del estado y generó un destacado desarrollo tecnológico asociado a una obra tan innovadora. Es el llamado despotismo hidráulico, modelo común en los imperios antiguos.

Cuando hoy se debate sobre los sectores de nuestra economía que en circunstancias excepcionales deben ser salvados con fondos millonarios, como el automóvil o el sistema bancario, se justifica con argumentos de multiplicador de demanda agregada, como los que se activaron en el antiguo Egipto. Aunque la escala haya crecido con los años, desde luego.

El Tribunal de Cuentas de España ha cifrado en 122.754 millones de euros los fondos públicos empleados en el rescate a las entidades bancarias españolas a través del FROB, la SAREB y el FGD entre 2009 y 2018. Eso supone un coste equivalente en salarios de 6.819.667 Unidades de Trabajo Anual (UTA). Repartidos en 20 años, resultarían 340.893 trabajadores al año, más de 11 veces los empleados por el faraón Keops para construir su pirámide.

Suponemos que nuestra economía mejoró gracias a arrojar tal gasto gigantesco a este inmenso agujero negro. Keynes citaba el ejemplo de las pirámides como un recurso pedagógico muy del humor inglés. Construir monumentos o enterrar oro y volverlo a sacar hace que funcione el sistema pero es preferible desde luego cualquier otro tipo de inversión productiva o de servicios esenciales: sanidad, educación , infraestructuras…

Al menos los egipcios legaron una maravilla para la posterioridad.

Antonio León

@antoleonsan

Un extracto de este artículo fue publicado en el número de febrero de 2022 en la revista PLAZA

La tesis de Rodrik

Dani Rodrik es economista y profesor en Harvard. Experto en políticas públicas de desarrollo y en comercio internacional está considerado uno de los 100 economistas más influyentes del mundo. Nacido en Estambul, su origen sefardí español se adivina en el castellano Rodrigo tras su apellido actual.

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Rodrik expuso en su libro La paradoja de la globalización (2011) que el factor más importante en la transformación de la sociedad contemporánea es la liberalización del comercio y la nueva división mundial del trabajo, más allá de los cambios tecnológicos que no hubieran sido posibles sin un proceso de mundialización paralelo.

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La globalización es suma de decisiones individuales pero a la vez parece inevitable. No pueden ponerse puertas al campo y disponiendo de los medios de información, transporte y control, como ya indicó el economista David Ricardo hace dos siglos, el libre comercio se abre paso incontenible, como lo hace la vida y la evolución. Sin embargo esta puede ser fluida o traumática y esto es lo que sucede cuando el fenómeno se acelera y se convierte en hiperglobalización.

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Su tesis más importante se conoce como el trilema de Rodrik. De los tres puntos de equilibrio de un estado nación, globalización, soberanía nacional y democracia, no es posible cumplir con todos a la vez, como máximo con dos. Una economía concreta puede estar globalizada y ser una democracia efectiva, pero perdiendo soberanía nacional. Si no quiere renunciar a ella y quiere seguir siendo una democracia, deberá “desconectarse” en alguna medida de las relaciones globales y si opta por el crecimiento global manteniendo su soberanía, será a costa de no disfrutar de un sistema democrático. 

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Los efectos de la reciente crisis financiera se hacen sentir sentir especialmente en el esquema. La irrupción de gobiernos populistas y autoritarios sería la respuesta a las amenazas de la globalización que la crisis ha dejado al descubierto, en cada uno de los ejes del trilema: incremento del proteccionismo, del nacionalismo y limitación de las libertades.

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La globalización produce fuertes desequilibrios de renta a nivel mundial y en cada país en función de quienes ganan o pierden en el proceso. Ganan las grandes corporaciones que actúan a nivel transnacional, quienes controlan los recursos financieros y comerciales y los trabajadores con alto nivel de cualificación, más fáciles de adaptar a las nuevas tecnologías y a procesos abiertos. Los perjudicados: los trabajadores poco cualificados y los provenientes de sectores en crisis como consecuencia de cambios en el comercio y la producción. 

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Las clases medias y los asalariados poco cualificados, que han vivido en primera fila la fractura del sistema anterior, son empujados a la pobreza y amenazados por la pérdida de protección social y de pensiones mientras la inmigración se percibe como causa del problema y no como consecuencia.

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De ahí salen los votantes de Trump o Bolsonaro pero también los del VOX, los del procés o los gilets jaunes en Francia. La nueva economía integrada necesitará saber acoger a los náufragos de la anterior si queremos evitar graves problemas.

Un estudio de Rodrik de 2018 (Populism and the economics of globalization) desvela la relación directa entre auge del populismo y destrucción del empleo entre las clases medias a lo largo del tiempo. La razón fundamental del malestar actual es que existe una asimetría corrosiva en los mecanismos que podrían reducir el desequilibrio: existen regulaciones internacionales dirigidas a garantizar la seguridad y los beneficios de los capitales pero no los de las personas

Y ahí está la clave.

@antoleonsan

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Una variante este artículo fue publicada en la revista PLAZA en el número de febrero de 2019.

 

 

La teoría de las ventanas rotas

Donde fueres, haz lo que vieres, es un viejo refrán acerca de lo conveniente de adaptarse a las costumbres locales de allí donde se vive o se viaja. Aunque el texto proviene de la Roma del siglo IV, su longevidad parece demostrar su buen consejo.

Existen mecanismos de agregación y cohesión que contrapesan la entropía en el ámbito social. Aunque en circunstancias extraordinarias se necesiten personas extraordinarias, la adaptabilidad individual a través de la imitación gregaria es una de las fuerzas nucleares de la sociedad.

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También la advertimos en los movimientos de muchos animales, como esas nubes de estorninos en los cielos de otoño que parecen comportarse como un organismo único. En efecto el gregarismo afecta por igual a ovejas o humanos lo que, además de un hecho, debería ser también una señal de alerta.

En 1996 el sociólogo George Kelling publicó un libro llamado “Arreglando ventanas rotas”. Este libro ampliaba varios artículos anteriores de los años 80 que continuaban otros estudios de la universidad de Stanford llevados a cabo 20 años antes.

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Lo que desde entonces se conoce como la teoría de las ventanas rotas (o de los cristales rotos) venía a exponer que cuando en un edificio aparece un desperfecto -una ventana rota- la probabilidad de que se rompan más cosas por vandalismo aumenta, mientras que en los edificios en que se realiza una reparación inmediata, la probabilidad de un ataque gamberro es más baja.

En los bienes abandonados se establece un curioso mecanismo de destrucción. Más que del bien destruido, de las normas de respeto y convivencia. Es lo que ocurre también cuando se quiebra la legalidad y la paz social en caso de saqueos o disturbios callejeros: el orden llama al orden y el desmadre al desmadre.

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Un mecanismo que viaja en el espíritu gregario de las personas y que en su versión negativa aparece en pequeñas primeras transgresiones como pintarrajear vagones de metro o dejar las deposiciones de perros en las aceras. Es como evitar un incendio: ¿cuantos desastres ambientales se hubiera evitado de haber podido apagar a tiempo la primera llama? Consentir el deterioro es la receta para la decadencia y la ruina.

En la década de los 90 la teoría empezó a llevarse a la práctica por las autoridades que comprobaban lo que por intuición ya se sabía. El alcalde Nueva York, Rudolph Giuliani, puso de moda la expresión “tolerancia cero” e implantó una serie de medidas correctoras inspiradas en la teoría de Kelling. Se impulsó un activo programa de mantenimiento urbano y se actuó sin tregua contra la delincuencia callejera, entendiendo que los crímenes graves se gestaban con la inacción en los incidentes menores.

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La puesta en práctica de estas medidas tuvo éxito, aunque generó abundantes críticas, especialmente aquellas que denunciaban los excesos de una política que se hizo discriminatoria contra determinadas minorías mientras miraba hacia otro lado en los crímenes de cuello blanco. La delincuencia descendió en las grandes ciudades norteamericanas, con Nueva York como arquetipo, pero voces reflexivas advirtieron de que en las ciudades donde se aplicaron otras políticas también se redujo la violencia urbana, pues esta obedecía a una tendencia sociológica a largo plazo.

Como en todo, en el equilibrio está la virtud. Una sociedad deseable debe apostar por la tolerancia, la diversidad y la libertad, pero al mismo tiempo por un cierto grado de disciplina social si no queremos convertir nuestro hogar en ese edificio abandonado donde cada vez aparecen más ventanas sin reparar o donde las aceras se vuelvan letrinas.

Quizás la civilización es simplemente esto: garantizar que mane agua caliente de los grifos y que las cosas -tanto las materiales como las relaciones sociales- se mantengan en perfecto estado de funcionamiento. Nada menos.

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Una versión de este artículo apareció en el número de septiembre de 2017 de la revista PLAZA.

Noosfera

Creemos que somos seres individuales y únicos pero resulta que somos también un conjunto de muchos seres singulares que componen nuestro cuerpo y nuestra identidad: lo que habitualmente reconocemos como el yo es en realidad un nosotros bastante numeroso.

Según un reciente estudio del Instituto Weizzman de Israel, un cuerpo humano promedio está formado por aproximadamente 30 billones de células. Ya que existe cierta diversidad en estaturas y tamaños, podemos considerar que una persona es la suma de entre 20 y 40 millones de millones de células.

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La ciencia no ha tenido fácil el recuento y esto demuestra la ignorancia que la humanidad tiene de sí misma. Apenas sabemos de la existencia de la miríada de ladrillos vivos de los que estamos constituidos, los cuales tienen su propia vida, nacen, crecen, se relacionan y mueren, en ciclos tan fugaces y microscópicos como ajenos a nuestra conciencia.

Pero hay más. A los billones de células que nos constituyen, de las que el 84% son glóbulos rojos, hay que añadir las abundantes colonias de bacterias que sin ser parte de nuestro organismo, viven en él y nos parasitan o nos facilitan la vida. El nuevo cálculo estima que de promedio nos acompañan 39 billones de bacterias, número que oscila en cada ciclo nutricional.

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Creyéndonos una sola pieza, resulta asombroso que seamos realmente una pluralidad tan enorme y tumultuosa. Pero este complejo microcosmos abarrotado nos conduce por analogía, en sentido inverso, a un macrocosmos en el que somos las células de un cuerpo de mayor escala. Formar parte de una empresa o de una organización, o sentirse miembro de una nación o una cultura nos revela como elementos vivos de otros organismos de complejidad superior, en un universo de estructura fractal.

El injustamente olvidado Pierre Teilhard de Chardin ya anticipó esta visión en que un ente planetario representaría para un humano lo mismo que ese humano para una de sus células. Este nuevo ámbito suprahumano que Vladimir Vernadski denominó noosfera, fue el argumento central de la teoría evolutiva de Teilhard. Una evolución que pasaría por una fase inorgánica (litosfera, atmósfera), otra biológica (biosfera) y finalmente la del pensamiento y la conciencia.

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Teilhard fue antropólogo, paleontólogo, jesuita, científico y pensador, una combinación apasionante y al tiempo problemática. Sus ideas, tan brillantes como incómodas para el statu quo, supusieron un puente entre ciencia y fe, vinculando el evolucionismo materialista con un pensamiento místico de carácter panteísta y humanista.

Su exposición de la ley de la complejidad-conciencia o la definición del punto omega, una verdadera epifanía cosmológica, resultan cautivadoras y más actuales que nunca en la época de la globalización y la internet de las cosas, un mundo conectado y con conciencia propia que sus escritos profetizaban para un futuro no lejano.

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Después de la idea de conciencia planetaria de la noosfera vino la aproximación algo hippy y new age de James Lovelock y su conocida hipótesis Gaia, en línea con las propuestas de Vernadski y Teilhard.

Buscar Noos en internet hoy lleva solo a un mediático proceso por corrupción y compra de favores por todos bien conocido. Alguien podría pensar que noosfera es el ámbito de personas afectados por dicho proceso, lo que sería muy triste en muchos sentidos.

La entropía tiende a olvidar las buenas ideas, de manera que conviene volver a ponerlas en nuestro conocimiento y reflexión. Una cuestión de conciencia, individual y planetaria.

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