La tesis de Rodrik

Dani Rodrik es economista y profesor en Harvard. Experto en políticas públicas de desarrollo y en comercio internacional está considerado uno de los 100 economistas más influyentes del mundo. Nacido en Estambul, su origen sefardí español se adivina en el castellano Rodrigo tras su apellido actual.

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Rodrik expuso en su libro La paradoja de la globalización (2011) que el factor más importante en la transformación de la sociedad contemporánea es la liberalización del comercio y la nueva división mundial del trabajo, más allá de los cambios tecnológicos que no hubieran sido posibles sin un proceso de mundialización paralelo.

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La globalización es suma de decisiones individuales pero a la vez parece inevitable. No pueden ponerse puertas al campo y disponiendo de los medios de información, transporte y control, como ya indicó el economista David Ricardo hace dos siglos, el libre comercio se abre paso incontenible, como lo hace la vida y la evolución. Sin embargo esta puede ser fluida o traumática y esto es lo que sucede cuando el fenómeno se acelera y se convierte en hiperglobalización.

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Su tesis más importante se conoce como el trilema de Rodrik. De los tres puntos de equilibrio de un estado nación, globalización, soberanía nacional y democracia, no es posible cumplir con todos a la vez, como máximo con dos. Una economía concreta puede estar globalizada y ser una democracia efectiva, pero perdiendo soberanía nacional. Si no quiere renunciar a ella y quiere seguir siendo una democracia, deberá “desconectarse” en alguna medida de las relaciones globales y si opta por el crecimiento global manteniendo su soberanía, será a costa de no disfrutar de un sistema democrático. 

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Los efectos de la reciente crisis financiera se hacen sentir sentir especialmente en el esquema. La irrupción de gobiernos populistas y autoritarios sería la respuesta a las amenazas de la globalización que la crisis ha dejado al descubierto, en cada uno de los ejes del trilema: incremento del proteccionismo, del nacionalismo y limitación de las libertades.

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La globalización produce fuertes desequilibrios de renta a nivel mundial y en cada país en función de quienes ganan o pierden en el proceso. Ganan las grandes corporaciones que actúan a nivel transnacional, quienes controlan los recursos financieros y comerciales y los trabajadores con alto nivel de cualificación, más fáciles de adaptar a las nuevas tecnologías y a procesos abiertos. Los perjudicados: los trabajadores poco cualificados y los provenientes de sectores en crisis como consecuencia de cambios en el comercio y la producción. 

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Las clases medias y los asalariados poco cualificados, que han vivido en primera fila la fractura del sistema anterior, son empujados a la pobreza y amenazados por la pérdida de protección social y de pensiones mientras la inmigración se percibe como causa del problema y no como consecuencia.

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De ahí salen los votantes de Trump o Bolsonaro pero también los del VOX, los del procés o los gilets jaunes en Francia. La nueva economía integrada necesitará saber acoger a los náufragos de la anterior si queremos evitar graves problemas.

Un estudio de Rodrik de 2018 (Populism and the economics of globalization) desvela la relación directa entre auge del populismo y destrucción del empleo entre las clases medias a lo largo del tiempo. La razón fundamental del malestar actual es que existe una asimetría corrosiva en los mecanismos que podrían reducir el desequilibrio: existen regulaciones internacionales dirigidas a garantizar la seguridad y los beneficios de los capitales pero no los de las personas

Y ahí está la clave.

@antoleonsan

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Una variante este artículo fue publicada en la revista PLAZA en el número de febrero de 2019.

 

 

La fe y el populismo

Tener fe significa no querer saber la verdad 
Friedrich Nietzsche

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Los refranes y las frases famosas condensan un conocimiento milenario del que a menudo conviene dudar. Por ejemplo, eso de que “la fe mueve montañas”. La fe, es decir, creer lo que no se puede demostrar y posiblemente no exista.

En realidad Mateo Leví, recaudador de impuestos y luego evangelista conocido como San Mateo, escribió: “si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: pásate de aquí allá y se pasará”.  Claro que cuesta creer que la fe, sin más, es capaz de tal hazaña. Pero hay bastante de verdad en la frase si nos atenemos al simbolismo y no literalmente a lo del monte. Aunque el símbolo, como significante, es razón y no fe.

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Parecía que tras la victoria de la razón hace ya más de dos siglos, la superstición iría desapareciendo como la noche al salir el sol. Nada debería superar el poder de la ciencia, demostrado con el conocimiento de las leyes naturales y el despliegue exponencial de tecnologías que alcanzan y construyen nuestra experiencia cotidiana.

A diferencia de la magia o la religión, que requieren de intermediarios, la tecnología forma parte de la vida y el uso diario de casi todos. El mundo moderno está hecho de invenciones que funcionan y responden a mecanismos predecibles basados en leyes científicas y no a eventuales conjuros de gente con poderes.

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Pero la superstición no desaparece, se transforma y a menudo se expande. La realidad es la que es pero sus interpretaciones no se explican racionalmente sino a través de las creencias personales que, aunque parezcan originales de cada cual, normalmente vienen contagiadas por las de otros.

Así tenemos la fuerza de los creacionistas, el eco de los conspiranoicos o el hecho sorprendente de que, para los poderes públicos, los telebrujos y los videntes no engañan a nadie, o estarían detenidos por estafadores. Y se desarrollan nuevas costumbres, que no dejan de calar hasta resultar creencias irracionales, como ese Halloween secundado en masa por la población, como una especie de carnaval gore global.

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Las creencias antiguas menguan y desaparecen solo para develar que otras nuevas vienen a sustituirlas con redoblada energía e idéntica sinrazón, mientras la verdad científica aguanta como puede en este antiguo e interminable conflicto.

Saber la verdad cuesta esfuerzo porque se basa en buscar y dudar mientras la creencia, en su cómoda y absurda certeza, nos permite aceptar el mundo y nos da estabilidad. La fe actúa como un sedante de la angustia humana como identificó Émile Durkheim, iniciando al tiempo la sociología como disciplina académica.

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Se cree lo que se quiere creer: platillos volantes, el chupacabras o fantasmas. En esa difusa frontera entre deseos y pesadillas, los humanos afloran miedos y esperanzas, mezclando sus instintos con una difusa lógica social. Paradójicamente, los humanos pretenden explicar la realidad a través de lo inexplicable.

La publicidad se apoya en este proceso, donde razonar sirve de poco o es contraproducente. Ya que pensar bloquea el impulso y modera la compra, hay que recurrir al instinto, al deseo o la fe. La razón es utilizada, a lo sumo, para justificarnos.

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La demagogia con marketing apoyada en la fe se llama populismo, un fenómeno antiguo que ahora acompaña al retorno de los brujos. En su acepción más peyorativa el populismo se basa en las creencias disparatadas de sus apoyos: los votos, como las compras, responden a lo irracional, incluso más ya que aquí la conexión con el dinero y lo material no es tan evidente.

El populismo triunfa utilizando los miedos derivados de la crisis, el temor al futuro y todo tipo de agravios y frustraciones individuales. Se prima el sentir sobre el pensar, se fomenta la pasión sobre la razón y se reaviva el machismo, la xenofobia o la entrega alienada a las convicciones más absurdas. Filosofías excluyentes cuyo exponente son ciertos personajes públicos o los políticos populistas que todos tenemos en mente.

Más populistas y detestables cuanto más alejados de nuestras creencias, lógicamente.

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Un extracto de este artículo fue publicado en la revista PLAZA del mes de diciembre de 2016.